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CAPÍTULO XVII SINCERIDAD
El día continuaba su marcha, el duque no daba crédito a lo que había hecho Susana, ahora entendía que esa joven estaba obsesionada con su hijo, pero ¿Hasta dónde era capaz de llegar en su loca carrera por mantener a Terrence a su lado?, no lo sabía, de lo único que estaba consiente era que él impediría que le hicieran más daño a su vástago. Por su parte, Carolina Marlow no dejaba de pensar, no tenía ni la menor idea de cómo convencer a su hija para que dejara toda esa locura, peor aún ¿Cómo decirle que estaban condenadas a irse a Australia?, además, ¿Qué pasaría si estaba enferma de gravedad?, todo esto atravesaba sus pensamientos generando en ella impotencia, coraje y sed de venganza, pero muy en su interior sabía que ellas habían provocado todo ello, además que no tenían nada que hacer ante la imponencia del duque. Al llegar a la mansión de Eleanor, Richard bajo del carruaje y ordenó que se llevaran a la señora Marlow al área de servicio, que le dieran algo de comer, pero sobre todo que no la dejaran sola, ni un minuto. Dudaba de las intenciones de esa mujer, tanto la madre, como la hija habían demostrado ser demasiado ruines para confiar en ellas. Al escuchar eso, Carolina reparó. — ¿Cómo se atreve a mandarme con la servidumbre? ¡Señor mío! ¡Exijo que se me trate como lo que soy! ¡Una dama! — El duque estaba por contestar, pero el atrevimiento de esa mujer superaba todos los límites. Sin responder siguió su camino, al momento que con una mano hacía señas al personal para que la alejaran de su vista.
Cuando entró a la residencia, Mery, que esperaba en el estudio alguna llamada de Terrence, salió a su encuentro. — ¡Buenas tardes! — Saludó él. — ¡Buenas tardes, Richard! — Contestó la fiel asistente un tanto recelosa. — ¿Dónde está Eleanor? — En su habitación. — ¡Voy a buscarla! ¿A qué hora comeremos? — ¡No lo sé! ¡Considero que debes hablar primero con ella! ¡No creo que tenga apetito! — ¡Tiene razón! ¡Con tantas cosas que han pasado! — ¡No me refiero a eso! ¡Sino a la visita que tuvo! — ¿Cómo? ¿Quién vino? — Mery no contestó, solo miró al hombre, quien se dirigía intrigado a la recámara de la actriz.
La sorpresa de Albert se veía reflejada en su rostro, sus ojos celestes veían incrédulos a la chica que tenía ante sí, ella por su parte, lo miraba también sin atreverse a decir una palabra, parecía que todo había desaparecido alrededor de ellos. La mujer era rubia de cabello corto y ondulado, delgada, portaba un vestido corto, un poco debajo de la rodilla de color azul marino con pequeños dibujos de pedrería blanca, que hacían ver más claro el verde de sus ojos, un gorro cloche hacía juego con su atuendo que, para la época la hacía verse muy distinta a las mujeres de la alta sociedad de Chicago, aunque en Nueva York la moda inundaba las calles, donde muchas mujeres además de cortarse el cabello, lucían vestidos cortos con los hombros y pecho descubiertos, novedad que causaba incomodidad entre las distinguidas damas de ilustre cuna. La chica apretaba su pequeño bolso de mano, los nervios se notaban en el temblor de sus labios. De inicio sintió unas ganas inmensas de echarse a correr, no sabía qué podría esperar de ese hombre que la había enamorado durante el tiempo que compartieron en África. Su partida, la llenó de muchas dudas, pero, sobre todo, preocupación ante la inminente guerra. Ella nunca supo su nombre completo, las veces que intentó saber más de su vida, él le decía que en su momento lo sabría, el tiempo no se detuvo, siguió su paso, pero no le devolvió a aquel gentil caballero que la embriagó de calidez, dulzura y amor, un amor que ambos juraban no haber sentido nunca.
Albert se acercó visiblemente encantado por lo que veía, no daba crédito. — ¡¿Mely?! Pero ¿Qué haces aquí? ¿Cómo supiste dónde encontrarme? — Decía, al tiempo que le tomaba la mano. — ¡Albert! ¡Yo… yo vi tu fotografía en un diario! ¡Aunque tu atuendo lucía muy distinguido, tu rostro es inconfundible! ¡Cuando te fuiste de África de esa manera tan intempestiva, ya no supe de ti! ¡Estaba muy preocupada porque no sabía si habías llegado bien a tu destino! ¡Al no tener noticias tuyas pensé lo peor! ¡Algunos trenes y barcos de pasajeros fueron atacados y…! ¡Tuve mucho miedo de que te hubiese pasado algo y yo no tenía forma de enterarme! ¡Busqué en las cosas que dejaste ahí, alguna carta, indicio de tu domicilio, pero no encontré nada! ¡Lo único que recordaba era tú prisa por llegar a Europa, a Inglaterra, tenías que ir por tus sobrinos! ¡Y por tú pequeña! ¡No hubo tiempo de preguntar nada, imaginé que era tú hija! ¡Dudé mucho de venir, pero pudo más mi curiosidad! — El magnate la veía directamente a los ojos, no quería parpadear pensando en que se tratara de una ilusión.
El tiempo que duró su falta de memoria, los negocios y los problemas de la vida cotidiana, le hicieron posponer día a día su viaje a esas tierras lejanas para ir por su hermosa Mely. Al ver la franqueza en sus palabras y dudas en el rostro de su amada, él atropelladamente se atrevió a declarar. — ¡Discúlpame! ¡El trayecto fue muy accidentado, tengo que contarte muchas cosas! Pero… — ¡Pero…! ¿Es imprudente que haya venido? — Cuestionó la chica. — ¡No, nada de eso! ¡He tenido tantas cosas en la cabeza que tu presencia es como un oasis en este momento! ¿Y tú equipaje? — ¡Lo dejé en el pequeño hotel cerca de la estación de tren! — ¡Vamos por él! ¡Te quedarás aquí! — ¡Seguro que no causo molestias! — ¡Ya te dije que no! ¡Vamos, comeremos algo en el camino, ahí platicaremos más cómodos! — Decía el rubio que la tomaba del brazo para salir. — ¿Albert? — Lo llamó la joven. — ¡Dime Mely! — ¡Te sorprendí tanto que no merezco un abrazo! — William no dudó, ni por un segundo de que se trataba de su novia, recordaba como su franqueza lo hacían titubear en sus respuestas, situación que la traviesa muchacha aprovechaba para incordiarlo. — ¡Sí, la verdad me sorprendiste gratamente! Pero no es por eso, es solo que no sabía si estabas molesta, o cuál sería tu reacción, pero moría por volver a verte. — Comentó, él que se detuvo para verla y embriagarse de la calidez que emitían los de la linda chica. Ella le regaló una brillante sonrisa lo que bastó para que Albert la abrazara fuertemente. — ¡No sabes la falta que me has hecho! — Le decía al oído. Un carraspeo precedió a una fuerte voz interrumpió el mágico momento. — ¡¿Qué significa esto?! — Dijo la tía abuela, quien entraba justo en ese momento al salón. — ¡Tía! — Contestó William terminando el abrazo, pero no soltó la mano de Mely. — ¡Mira te presento a Melanie Klein, mi novia! — ¡¿Tú qué?! — Reparó la anciana. — ¡Mi novia tía! — Reiteró el magnate, Melanie, por su parte, se percató del descontento de la señora, así que educadamente saludó. — ¡Buenos días, señora! ¡Es un gusto conocerla! — Elroy escudriñaba sin reparo todo de la mujer, al grado que logró incomodarla, no obstante, respondió. — ¡Buenos días! — Para Albert, no pasó desapercibida la reacción de su tía por lo que apresuró su partida. — ¡Íbamos de salida, tía abuela! ¡Iremos al hotel donde se hospeda Mely por su equipaje, se quedará aquí! — ¡Pero William! — ¡Con permiso! — Concluyó él, saliendo con Melisa y dejando a la anciana sorprendida, pero sobre todo molesta por lo que consideraba una falta de respeto, que el jefe de la familia no le hubiese tomado en cuenta ante aquella decisión.
Enojada por lo que acababa de suceder llamó al mayordomo. — ¡Leonard! — El hombre expedito, quien se percató del mal humor de la dama se acercó. — ¡A sus órdenes, señora! — ¿Dónde está Elisa? — La señorita junto con su hermano se fueron a su casa. — ¡Mande a un mozo a la residencia de los Leagan para que avisen a Elisa que venga de inmediato! — ¡En este instante, señora! — A Elroy le urgía hablar con Elisa, necesitaba saber cómo se había enterado del embarazo de Candy. Después de la charla con Albert, tenía que apresurar todo, sin embargo, tener la certeza de dicho embarazo, era de suma importancia, en esta ocasión no estaba dispuesta a aceptar las decisiones del patriarca. Tal vez la llegada de la supuesta novia de su sobrino mayor, no era tan inoportuna, consideraba que Albert estaría demasiado ocupado para poner atención en su protegida, ya después tendría tiempo para analizar esa relación, que ella no consideraba relevante.
En el hogar de Ponny, la mañana avanzaba lentamente, Terrence estaba asombrado del amor y cariño que la hermana María y la señorita Ponny les dedicaban a tantos chiquillos. Ahora entendía porque Candy a pesar de su orfandad era amable, linda, de alma noble, que siempre se daba a los demás por encima de sí misma. No pudo evitar comparar su niñez con la de su amada, él tuvo padres, pero ellos nunca le prodigaron amor, por el contrario, conforme fue creciendo pensaba que había sido un error para ellos tenerlo; para su padre mandarlo de interno al Real Colegio San Pablo a muy temprana edad fue lo mejor para mantenerlo alejado de él, su flamante esposa y sus medio hermanos, en tanto que, su madre siempre estuvo distante, ausente, nunca supo lo que era el cariño de ella. — ¡Tuve que crecer solo! ¡Parece mentira que todavía tenga esa sensación de no sentirme merecedor a nada!, gracias a Candy me acerqué a mí madre, las cosas cambiaron mucho desde entonces, pero tal vez, me hubiera gustado ser un plebeyo para crecer dentro de una amorosa familia. ¡Ya no tiene caso pensar en mí infancia! ¡Nunca regresará! ¡Ahora tengo que enfocarme en sanar mi alma! ¡Saber que me tocó perder de nuevo! ¡Que, tal vez no tengo derecho a ser feliz! —
El hondo suspiro del joven llamó la atención de la hermana María, quien se acercó a él. — ¡Joven Terrence! ¡Venga, acompáñeme al establo! Espero que le gusten los caballos, hace unos meses, el señor Albert le trajo a Candy una pareja de ellos, ¡Creo que ella los quiere mucho!, al parecer estaban en la casa de los Leagan y ella los cuidaba, fue un tiempo muy difícil, ¡Era una niña apenas! ¡Nunca dijo nada, pero sabemos que la trataron muy mal en esa casa! ¡Si, no hubiese sido por la adopción de los Ardlay, quien sabe lo que hubiera pasado con nuestra chica! — ¡Algo me comentó ella, hermana! Pero no fue en tono de queja, ¡Más bien fue de remembranza de todo lo que vivió antes de conocernos! ¡Ella es experta en callar lo malo que le sucede! ¡Siempre sonríe, a pesar de no pasarlo bien! — ¡Así es! ¡No tengo que contarle mucho! ¡Creo que por ello y por muchas otras cosas es que usted vino por ella! — ¡No se lo puedo negar! ¡El amor que siento, es único! ¡El tiempo y la distancia no lograron que cambiara nada en mí! — ¡Terry! ¡La señorita Ponny, ha hablado con usted! ¡No se desanime! — ¡Más que desanimarme hermana, me siento confundido, tal vez mi amor no sea suficiente para tenerla a mi lado! — ¡No diga eso! ¡Cuando las cosas se hacen anteponiendo buenos sentimientos, todo se resuelve! ¡Estoy segura de que Candy lo ama, solo que a veces se mete en líos de los cuales no sabe cómo salir! —
Conversaban hasta llegar al establo. — ¡Mire estos son, nosotros no tenemos mucho tiempo para cuidarlos!, les damos lo necesario, a veces viene Jimmy Cartright, otro niño del hogar y los monta para que hagan ejercicio, ¡Lamentablemente no puede venir tanto como ellos necesitan! ¿Sabe la historia de estos equinos? — ¡No! — Bueno, después de que Candy se fuera a Inglaterra, los dueños los vendieron por separado, ¡Nunca pensaron en el amor que se prodigaban y lo que les afectaría! Cada uno por su lado trató de sobrevivir, pero se extrañaban mucho, poco a poco fueron desmejorando, ¡Tal vez pensaron en dejarse morir! Un día por casualidad el señor Albert fue a una finca por negocios y vio a la yegua, estaba prácticamente en los huesos, cuando él se acercó, el animal reaccionó de una forma angustiosa, el señor Albert pudo notar en su mirada la melancolía, cuando regresó a la mansión de los Ardlay le comentó a Candy lo sucedido con los jamelgos, ella le contó que se llamaban César y Cleopatra, que ellos siempre habían estado juntos y que por estar separados a eso se debía la tristeza que notó en la yegua. Candy nunca supo lo sucedido después, solo que un día el señor Albert llegó con los dos animales como regalo para ella, desde entonces están aquí. Le quise contar su historia para que entendiera, que no todo es lo que parece o debe ser — Terminó su relato la monja, dejando a Terrence con sus pensamientos.
Terry escuchó con atención la historia, misma que le pareció similar a su relación con su pecosa, solo que la de los equinos, tenía un final feliz. — ¡No se preocupe, hermana! ¡En lo que atienden a los chicos, yo me haré cargo de ellos! — Terrence se quitó el saco, arremangó las mangas de su blanca camisa y se puso a cepillar a los hermosos caballos, momentos más tarde a paso tranquilo cabalgó primero a César, después a Cleopatra, él pudo notar en la mirada de ellos la alegría por estar juntos y completamente sanos. Su estancia en el hogar le renovó la paz que necesitaba para tomar su decisión. Al despedirse, Terry, tomó las manos de las cálidas mujeres y caballerosamente les dio un beso, para luego verlas, en sus ojos, resplandecía una chispa de esperanza, aun no sabía lo que haría, pero una pequeña ilusión había despertado en su sentido corazón. Las madres de la rubia volvieron al interior del hogar. — ¡Oremos porque todo se solucione, hermana! — ¡Si, señorita, eso he hecho! Por eso cuando vi al joven, pensé que era una respuesta a mis plegarías. — ¡Así sea!, ¡Así sea! — Asintió la mayor de las mujeres.
Continuará...
Última edición por Adry Grandchester el Mar Abr 25, 2023 2:26 am, editado 2 veces
ve bombon y no tedejes arrebatar loque es tuyo pelea ppr Candy 
