Art.Betty Graham
Cuando me subí al carruaje que me llevaría hasta el castillo Grandchester, donde trabajaría de institutriz de una pequeña niña de cuatro años, jamás pensé que me encontraría ante una casa tan grande y lujosa.
Me bajé del coche tratando de acomodar mi modesto vestido azul y recogí del suelo mi baúl, donde tenía unas mis pocas pertenencias. Sólo ropa y un par de libros que me habían regalado en el internado donde crecí.
Arrastré el baúl hasta la entrada del castillo, donde me esperaba una mujer, de unos cuarenta años, de cabello negro y largo, y recogido en un moño alto.
— ¿Es usted la señorita White? — me preguntó, examinándome de los pies a la cabeza.
— Sí, soy yo, señora — hice una reverencia y eso pareció simpatizar a la mujer, pues me sonrió un poco.
— Por aquí, señorita White — me indicó, antes de abrir las rejas que impedían el paso a los jardines de la mansión y comenzando a caminar con rapidez asombrosa para un par de piernas tan cortas.
Caminé detrás de ella a paso apresurado. Mi baúl pesaba un poco, por lo que la tarea de arrastrarlo por el camino de piedra que conducía a la mansión, era un poco dificultosa, pero hice mi mayor esfuerzo.
— ¡John! — la voz de la mujer fue fuerte, tanto que me sobresaltó.
— ¿Mande, señora? — de la nada apareció un chico de unos veinte y tanto años, alto, con el cabello castaño y ojos color café claros.
— Se un caballero y ayuda a la señorita White con su equipaje — el chico, cuyo nombre al parecer era John, me saludó con un asentimiento de cabeza, luego tomó mi baúl y lo arrastró con facilidad por el caminito.
— Mi nombre es Elena y soy el ama de llaves — se presentó la mujer. Luego hizo un ademán hacia el muchacho que llevaba mi baúl. — Él es John, el cochero y su esposa Luisa quien es la cocinera. Los patrones no se encuentran en este momento en la casa, — explicó — pero estarán de greseso para la hora del té. — Hizo una pausa, rebuscando algo en sus bolsillos. — Por el momento puede descansar del viaje, antes de que el almuerzo esté servido.
Sacó un gran manojo de llaves y sin dudarlo siquiera, tomó una y con ella abrió los grandes portones de la casa. Entramos y me volví a sorprender porque, después de todo había crecido en un orfanato, donde la modestia y mesura se veía por todas partes, desde las paredes con la pintura algo descascarada, hasta las ropas sencillas y sin grandes adornos que utilizaba el profesorado y las alumnas mismas.
— Por aquí, señorita White — me indicó.
Subimos dos tramos de escaleras, hasta llegar a un segundo piso, donde caminamos por un largo pasillo hasta dar con una puerta de color blanco, en el fondo del corredor. Elena abrió la puerta y me indico que pasará .
— Esta será su habitación, espero que le acomode — me dijo amablemente. — Deja el baúl de la señorita en la entrada, John.
— Gracias — contesté antes de que los dos se perdieras fuera de la habitación.
Observé a mí alrededor. Era más de lo que jamás había siquiera soñado tener. Era una alcoba con una cama de una plaza en mitad del lugar, con doseles color vino y un cobertor del mismo color. Un par de silloncitos estaban al frente de la cama, y en uno de los costados se hallaba un closet de doble puerta. Pero lo que más llamó mi atención fue que en un rincón había un escritorio de madera color caoba hermoso y amplio, además de una estantería llena de libros justo al lado.
Caminé indecisa hasta la cama y me dejé caer sobre ella. Era suave y confortable. Jamás había dormido en una cama tan cómoda, al menos no en los últimos diez años.
Sin saber cómo me quedé dormida, y sólo fui conciente de ello cuando una campanilla resonaba en mis oídos. Me levanté asustada, pero este estado sólo duró unos segundos, hasta que me di cuenta del lugar en el que me hallaba y de que esa campana debía de anunciar el almuerzo.
Me lave la cara con un poco de agua que había en un jarro y lavé mis manos en la palangana que acompañaba al jarrón. Me sequé las manos y la cara, antes de arreglar mi cabello con rapidez, trenzándolo apretadamente.
Salí de mi habitación a la carrera. La campanilla había dejado de sonar y temía llegar tarde a mi primer almuerzo en la mansión. Bajé los dos tramos de escaleras tratando de no tropezar y lo logré a medias, ya que cuando estaba por bajar el último escalón choqué contra una figura bajita y de cabello negro y corto. Un peinado extraño para la época.
— Lo siento — me disculpé.
— ¡Oh, no es problema! — la voz alegre y algo chillona de una mujer llenó mis oídos. — Mi nombre es Luisa y soy la cocinera — se presentó. — Elena me mandó por usted, señorita White.
— Por favor, llámame Candy — le pedí.
Continuará....
Es una corta historia, que espero les guste.