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Ella había salido por unos instantes, en busca de insumos para atenderlo. Terrence Grandchester el rebelde del colegio había caído en su cuarto, borracho y herido. Candy se sentía en la obligación de ayudarlo. Él una vez le salvó de los matones del colegio, mínimo era retribuir el gesto. Era más que eso, desde aquella ocasión ambos entablaron una extraña relación.
El grito de Candy despertó a todos. No tenía heridas de gravedad o al menos eso creía ¿cómo era posible que ahora estuviera muerto? En estado de absoluto shock, ni siquiera se percató de la bataola a su alrededor, el paseo de las monjas o la llegada de la policía. La llevaron a un cuarto donde dos hombres la interrogaron. Más no lograron avanzar demasiado, muda y en estado catatónico, no era de gran ayuda. Albert llegó horas después, contando cómo se había encontrado con Terrence, el muchacho se había trenzado a golpes con unos hombres. Él mismo se involucró en la pelea, para luego llevarlo de vuelta al colegio, vivo y sin lesiones de gravedad. Habló de su posterior encuentro con Candice, dejando claro que ella no era culpable.
Horas más tarde despertó, desorientada, bañada en lágrimas y sudor. Estaba en su habitación. En sus sueños los ojos de Terry, Eliza, Neal y Anthony brillaban de odio, en ellos la acusación implícita. No decían nada, no obstante, podía oírlos claramente, a coro gritaban “es tu culpa”.
Mientras trataba de recuperar el aliento, su atención se centró en la silla que tenía en frente. Sentada en una silla, su muñeca. Candy se secó las lágrimas observándola con detención, mientras recordaba el día que la pepona a su vida llegara. Sintió un escalofrío recorrer su espalda.
Candy lloraba en el establo, los hermanos Leagan habían hecho de las suyas y como era costumbre, su madre, Sarah, perdió los estribos con ella. -¡Salvaje! ¡Si no te comportas, te venderé! – le amenazó. Si la señora de la casa cumplía con su palabra no volvería a ver a Anthony o a los chicos.
-¿Qué ocurre Candy?
Stear estaba en la entrada de la caballeriza, mirándola. La chiquilla enderezó su postura rápidamente, tratando de mostrarse feliz ante su presencia.
-Nada, sólo extraño el hogar de Pony- mintió. -¿Qué estás escondiendo? – cambió el tema.
Alistar ocultaba sus manos tras la espalda, trató de mantener su frustración a raya. Odiaba ver cómo Candy no confiaba, ni se apoyaba en él.
-Esto- sacó una muñeca. – la hice para ti- se la ofreció.
-¡Es hermosa! ¡Muchísimas gracias! - le dio un rápido beso en la mejilla.
-Ella velará siempre por ti- su sonrisa era extraña. -siempre…- dijo seriamente.
La muñeca era una clara representación de sí misma. Tenía sus pecas, sus coletas y su cara llena de pecas. La abrazó con fuerza, en ella descargaría todas sus rabias y penas.
El siguiente día fue mucho peor, su mundo daba vueltas, amenazando con desmoronarse. Todos en la mansión Leagan corrían en círculos. Los murmullos del personal sólo se quebraban con cada grito de dolor Sarah. Haciendo que la piel se le erizara. Quiso preguntar a los demás sirvientes qué pasaba, pero nadie le contestaba. En ella, tanto el temor como la curiosidad batallaban, ganando esta última. Como nadie parecía reparar en su persona, decidió averiguar por su cuenta que ocurría. El miedo se apoderó de sus nervios, los pasillos se volvieron eternos, tenebrosos y los gritos de la señora de la casa sonoros. Ni siquiera se dio cuenta cuando estaba frente al dormitorio de Eliza, la puerta entreabierta. Podía oír su respiración, pesada, agitada. Dándose valor, avanzó. El cuerpo de Eliza se encontraba boca abajo, menos su desencajado rostro, que miraba a los cielos. Espantada, Candy salió corriendo hacia el corredor, tratando de sacudir la horrorosa vista de su memoria. Un nuevo grito la detuvo, estaba frente al dormitorio de Neal. No debía, pero aun así lo hizo. Sarah en un charco de sangre, sostenía el cuerpo cenizo. Turbada, se llevó las manos al rostro, ahogando un grito.
Los señores Leagan la devolverían al hogar, era el único pensamiento que cruzaba por su cabeza. La idea de alejarse de Anthony le asustaba. Nuevamente, se aferró a su muñeca. Con ella deambulo por la propiedad hasta dar con el río. En la orilla un pequeño bote, se sentía tan cansada, que sobre el mismo decidió reposar. Tanta era su pena y su fatiga que se había dormido casi al instante. Tan pesado resultó su sueño, que no sintió como la barca comenzó a avanzar por la alta afluencia del río. Qué hubiera sido de ella, si no fuera por la intervención de su querido amigo, Albert. La bofetada no había dolido tanto como ver el dolor y la preocupación que a otros había causado. Debía disculparse con Anthony y los chicos.
Sus temores se hicieron realidad, la familia que hasta entonces tenía su tutela, la quería lejos, pero los Andley intervinieron. El tío abuelo había decidido adoptar a la muchacha tras los ruegos de sus sobrinos. La llegada a la nueva mansión parecía auspiciosa, feliz. Y así fue por un corto periodo. Por tradición familiar, una vez al año, se encontraba todo el clan. La tía abuela le había advertido que sería su presentación en sociedad. Candy no habría esperado con tantas ansias ese día, de saber lo que vendría.
No podía parar de sonreír, observando todo a su alrededor. Los presentes ataviados con kilt y tartán, caballos listos y canes esperando a sus amos. De todos, Anthony era el que más resaltaba a sus ojos, su príncipe. Después de la presentación, ambos montaron en sus caballos. Él sugirió un camino, que ella gustosa siguió, alejándose cada vez más del resto. En cosa de minutos, aquello que se estaba presentando como un sueño, se tornó en una pesadilla de la cual no podía despertar. El caballo de Anthony se asustó, lanzándolo lejos. Desnucado, así como Eliza, el muchacho había muerto.
Loca de dolor, Candy se encerró por días enteros en su habitación, lamentando despertar cada mañana. Si tan sólo ella pudiera seguir los pasos de Anthony. Pero Dorothy, la mucama, estaba al pie del cañón, fuera de su dormitorio, alerta por si algo pasaba. Preocupado, el cabeza de familia había determinado llevarla al otro lado del océano. Se reuniría con Stear y Archie en el colegio de Londres.
Esa noche vino a su mente con claridad. El día que Anthony murió. Desesperada en busca de consuelo buscó la muñeca, pero no estaba. Y si hacía memoria, lo mismo había ocurrido cuando murieron los Leagan. Había dormido abrazada a la almohada, justo como ahora.
Temblando, sin quitarle los ojos de encima, salió de la cama. Sentía su raciocinio como al borde de un precipicio. Quizás no eran más que alucinaciones, pero podría jurar que esa cosa le siguió con la mirada. Asustada, salió corriendo de su habitación. Sus ojos no le engañaban, extrañas manchas adornaban el vestido de la muñeca. “¿sangre?”. Necesitaba respuestas y una sola persona podía dárselas. Fue a toda prisa hasta el cuarto de los hermanos Cornwell.
Se quedó de una pieza en el balcón, observando la escena. Stear jugaba con una marioneta, una réplica de su muñeca. Un chillido escapó de su pecho, alertando al muchacho. Quería salir de ahí, pero sus pies estaban clavados. Con cautela, pero seguro, él se acercaba mientras que ella lloraba.
-Shhhh… no tengas miedo- acarició su mejilla. -no de mí.
Los ojos de Stear tenían un brillo oscuro.
-¿Por qué?- apenas y pudo articular palabra.
-¿No te lo dije acaso?- ahora su mano sujetaba el cuello de Candy. – ella velará por ti, siempre… Nunca nadie volverá a tocarte, o con su mera presencia mancillarte.
“Terry…”
Candy se fue a negro, perdiendo su frágil cordura, en los obsesivos ojos de Alistar Cornwell.
El grito de Candy despertó a todos. No tenía heridas de gravedad o al menos eso creía ¿cómo era posible que ahora estuviera muerto? En estado de absoluto shock, ni siquiera se percató de la bataola a su alrededor, el paseo de las monjas o la llegada de la policía. La llevaron a un cuarto donde dos hombres la interrogaron. Más no lograron avanzar demasiado, muda y en estado catatónico, no era de gran ayuda. Albert llegó horas después, contando cómo se había encontrado con Terrence, el muchacho se había trenzado a golpes con unos hombres. Él mismo se involucró en la pelea, para luego llevarlo de vuelta al colegio, vivo y sin lesiones de gravedad. Habló de su posterior encuentro con Candice, dejando claro que ella no era culpable.
Horas más tarde despertó, desorientada, bañada en lágrimas y sudor. Estaba en su habitación. En sus sueños los ojos de Terry, Eliza, Neal y Anthony brillaban de odio, en ellos la acusación implícita. No decían nada, no obstante, podía oírlos claramente, a coro gritaban “es tu culpa”.
Mientras trataba de recuperar el aliento, su atención se centró en la silla que tenía en frente. Sentada en una silla, su muñeca. Candy se secó las lágrimas observándola con detención, mientras recordaba el día que la pepona a su vida llegara. Sintió un escalofrío recorrer su espalda.
~o~
Candy lloraba en el establo, los hermanos Leagan habían hecho de las suyas y como era costumbre, su madre, Sarah, perdió los estribos con ella. -¡Salvaje! ¡Si no te comportas, te venderé! – le amenazó. Si la señora de la casa cumplía con su palabra no volvería a ver a Anthony o a los chicos.
-¿Qué ocurre Candy?
Stear estaba en la entrada de la caballeriza, mirándola. La chiquilla enderezó su postura rápidamente, tratando de mostrarse feliz ante su presencia.
-Nada, sólo extraño el hogar de Pony- mintió. -¿Qué estás escondiendo? – cambió el tema.
Alistar ocultaba sus manos tras la espalda, trató de mantener su frustración a raya. Odiaba ver cómo Candy no confiaba, ni se apoyaba en él.
-Esto- sacó una muñeca. – la hice para ti- se la ofreció.
-¡Es hermosa! ¡Muchísimas gracias! - le dio un rápido beso en la mejilla.
-Ella velará siempre por ti- su sonrisa era extraña. -siempre…- dijo seriamente.
La muñeca era una clara representación de sí misma. Tenía sus pecas, sus coletas y su cara llena de pecas. La abrazó con fuerza, en ella descargaría todas sus rabias y penas.
El siguiente día fue mucho peor, su mundo daba vueltas, amenazando con desmoronarse. Todos en la mansión Leagan corrían en círculos. Los murmullos del personal sólo se quebraban con cada grito de dolor Sarah. Haciendo que la piel se le erizara. Quiso preguntar a los demás sirvientes qué pasaba, pero nadie le contestaba. En ella, tanto el temor como la curiosidad batallaban, ganando esta última. Como nadie parecía reparar en su persona, decidió averiguar por su cuenta que ocurría. El miedo se apoderó de sus nervios, los pasillos se volvieron eternos, tenebrosos y los gritos de la señora de la casa sonoros. Ni siquiera se dio cuenta cuando estaba frente al dormitorio de Eliza, la puerta entreabierta. Podía oír su respiración, pesada, agitada. Dándose valor, avanzó. El cuerpo de Eliza se encontraba boca abajo, menos su desencajado rostro, que miraba a los cielos. Espantada, Candy salió corriendo hacia el corredor, tratando de sacudir la horrorosa vista de su memoria. Un nuevo grito la detuvo, estaba frente al dormitorio de Neal. No debía, pero aun así lo hizo. Sarah en un charco de sangre, sostenía el cuerpo cenizo. Turbada, se llevó las manos al rostro, ahogando un grito.
Los señores Leagan la devolverían al hogar, era el único pensamiento que cruzaba por su cabeza. La idea de alejarse de Anthony le asustaba. Nuevamente, se aferró a su muñeca. Con ella deambulo por la propiedad hasta dar con el río. En la orilla un pequeño bote, se sentía tan cansada, que sobre el mismo decidió reposar. Tanta era su pena y su fatiga que se había dormido casi al instante. Tan pesado resultó su sueño, que no sintió como la barca comenzó a avanzar por la alta afluencia del río. Qué hubiera sido de ella, si no fuera por la intervención de su querido amigo, Albert. La bofetada no había dolido tanto como ver el dolor y la preocupación que a otros había causado. Debía disculparse con Anthony y los chicos.
Sus temores se hicieron realidad, la familia que hasta entonces tenía su tutela, la quería lejos, pero los Andley intervinieron. El tío abuelo había decidido adoptar a la muchacha tras los ruegos de sus sobrinos. La llegada a la nueva mansión parecía auspiciosa, feliz. Y así fue por un corto periodo. Por tradición familiar, una vez al año, se encontraba todo el clan. La tía abuela le había advertido que sería su presentación en sociedad. Candy no habría esperado con tantas ansias ese día, de saber lo que vendría.
No podía parar de sonreír, observando todo a su alrededor. Los presentes ataviados con kilt y tartán, caballos listos y canes esperando a sus amos. De todos, Anthony era el que más resaltaba a sus ojos, su príncipe. Después de la presentación, ambos montaron en sus caballos. Él sugirió un camino, que ella gustosa siguió, alejándose cada vez más del resto. En cosa de minutos, aquello que se estaba presentando como un sueño, se tornó en una pesadilla de la cual no podía despertar. El caballo de Anthony se asustó, lanzándolo lejos. Desnucado, así como Eliza, el muchacho había muerto.
Loca de dolor, Candy se encerró por días enteros en su habitación, lamentando despertar cada mañana. Si tan sólo ella pudiera seguir los pasos de Anthony. Pero Dorothy, la mucama, estaba al pie del cañón, fuera de su dormitorio, alerta por si algo pasaba. Preocupado, el cabeza de familia había determinado llevarla al otro lado del océano. Se reuniría con Stear y Archie en el colegio de Londres.
~o~
Esa noche vino a su mente con claridad. El día que Anthony murió. Desesperada en busca de consuelo buscó la muñeca, pero no estaba. Y si hacía memoria, lo mismo había ocurrido cuando murieron los Leagan. Había dormido abrazada a la almohada, justo como ahora.
Temblando, sin quitarle los ojos de encima, salió de la cama. Sentía su raciocinio como al borde de un precipicio. Quizás no eran más que alucinaciones, pero podría jurar que esa cosa le siguió con la mirada. Asustada, salió corriendo de su habitación. Sus ojos no le engañaban, extrañas manchas adornaban el vestido de la muñeca. “¿sangre?”. Necesitaba respuestas y una sola persona podía dárselas. Fue a toda prisa hasta el cuarto de los hermanos Cornwell.
Se quedó de una pieza en el balcón, observando la escena. Stear jugaba con una marioneta, una réplica de su muñeca. Un chillido escapó de su pecho, alertando al muchacho. Quería salir de ahí, pero sus pies estaban clavados. Con cautela, pero seguro, él se acercaba mientras que ella lloraba.
-Shhhh… no tengas miedo- acarició su mejilla. -no de mí.
Los ojos de Stear tenían un brillo oscuro.
-¿Por qué?- apenas y pudo articular palabra.
-¿No te lo dije acaso?- ahora su mano sujetaba el cuello de Candy. – ella velará por ti, siempre… Nunca nadie volverá a tocarte, o con su mera presencia mancillarte.
“Terry…”
Candy se fue a negro, perdiendo su frágil cordura, en los obsesivos ojos de Alistar Cornwell.
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Misterioso stear , muy buena, que miedo con la muñeca! Que le hizo a Terry ?