Según yo, estoy inactiva. Pero tratándose de mi eterno amor... simplemente no puedo. Así que, les comparto esto.
El radio portátil que yacía a la mitad de una cama, era el centro de atención de cuatro amigas. Dos estaban sentadas en el suelo y sus mentones apoyados en el colchón; otra acostada boca abajo y abrazada de una almohada, mientras que la cuarta de pie se notaba la más interesada de todas. La voz tan varonil del locutor la tenía hechizada, y en su mente miles de imágenes aparecieron tratando de darle forma.
Una de ellas ya había comentado – ¿Cómo será?
– ¿Cómo ha de ser? ¡Gordo y feo! – expresó una segunda muy bella por cierto.
– ¡¿Cómo crees?! – respondió indignada la tercera menos agraciada.
– ¿O no piensas así, Candy? –. Ella seguía con la mirada puesta en el aparato. Sin embargo dijo:
– No… me lo imagino. Pero su voz…
– ¡Enamora a cualquiera, lo sé! Sin embargo, ¡vaya chascos que se lleva una al descubrir su identidad!
– No todos han de ser mal parecidos.
– ¡¿No?! ¿Entonces por qué se esconden tras un micrófono y una cabina? ¿por qué si tienen una voz tan sexy como la de él – apuntó a la radio – no sale en televisión?
– Quizá porque no le gusta.
– ¡… mostrar su cara llena de barros! – completó la joven que sostenía la almohada. Entonces y luego de hacer un gesto repugnante, la dejó y se puso de pie para ofrecer – ¿Té o café? –. Dos morenas prefirieron lo primero. – ¿Y tú, Candy?
– Lo siento, chicas. Debo irme. El autobús está por pasar.
– Pero casi acabas de llegar – objetó Annie que también se puso de pie.
– Es verdad – acordó Candy abrazando el gran bolso que de su hombro colgaba –. Y fue porque no podía con unos reportes. Ahora debo ir a casa para terminarlos y entregarlos mañana en la oficina si no... atrasaré las nóminas de algunos empleados.
– Está bien –. Annie se le acercó para abrazarla y recomendarle – pero nos veremos mañana, ¿cierto?
– Haremos Yoga – sonó una voz animada, dulce y tímida a la vez.
– Procuraré estar temprano – dijo Candy sonriéndole a Paty que le dedicó un adiós de mano. La de la joven que se despedía fue atrapada por la de la anfitriona que la jaló hacia una puerta que se cerraría detrás de ellas después de salir para contarle secretamente…
– Ya hice la cita.
– ¿De verdad? – un ceño apareció en un bonito rostro –. ¿Y para cuándo es? – se preguntó con consternación.
– Un mes. ¿Me acompañarás?
Por los siguientes segundos Candy no respondió. Y su silencio fue interrumpido – ¡Dijiste que lo harías! – le reprocharon.
– Karen, ¿estás segura que quieres hacerlo?
– Sí. Y no te preocupes. Ya no es por vanidad sino que honestamente la espalda me está matando –. La joven se arqueó y en su rostro se reflejó molestia. Entonces…
– Si es así… cuenta conmigo.
– Gracias –. Las dos amigas, una sonriendo y otra complacida, se abrazaron. Instantes seguidos de separarse se indagó –. ¿De verdad tienes que irte?
– Sí –, Candy contestó con timidez; y sus ojos reflejaron embarazo –. La jefa llegó de malas; y porque no terminé con el trabajo me ha amenazado con correrme.
– ¡Que lo haga! ¡Mugre negrera! ¡Y a ver si encuentra otra empleada como tú! Aunque tú deberías renunciarle.
– No dudes que ganas no me faltan. Desafortunadamente no puedo darme el lujo de renunciar. No es fácil encontrar trabajo en estos días.
– ¡Marido es lo que deberías buscar, queridita! ¡Por Dios! ¡Ya estás pisando los treinta años!
– Yo… – Candy tartamudeó; y Karen…
– ¿Tú?
– No cuento con la gracia que tú tienes.
– No, por supuesto que no – alguien alardeó de su persona. Sin embargo dijo de la otra – tú posees mejores cosas que yo.
Candy le sonrió a su amiga; y ésta la acompañó a la salida. Allí se despidieron nuevamente; y en lo que una cerraba la puerta del apartamento y se devolvía a sus otras amigas, la que debía irse a casa descendía rápidamente por unas escaleras. El autobús era puntual; y de perderlo, ocho cuadras caminaría para usar el metro que efectivamente se complacería en llevarla a su vecindad al no alcanzar el autobús que apenas segundos antes de su aparición su marcha había iniciado y que ni con gritos e yendo detrás de ello pudo hacerle detener.
Maldiciendo su suerte, la joven, después de mirar a sus lados y cedido un paso, cruzó la transitada avenida y emprendió su trayecto habiendo observado dentro de éste: a parejas ya fuere caminando y tomadas de la mano u otras recargadas en el barandal metálico. El río que cercaban era impresionantemente ancho; y era muy grato disfrutar el reflejo de las luces de la ciudad sobre sus tibias aguas. El viento que circulaba era fresco; y ella, sola y desabrigada, tuvo que abrazarse a sí misma y acelerar sus pasos. La noche todavía era joven, pero en lugar de gozarla en compañía de alguien que le diera calor, debía apurarse para terminar con el trabajo.
La C.P. Susana Marlowe no bromeaba cuando amenazaba; y con la mano en la cintura se daba el privilegio de despedir a cualquiera que no acatara sus normas. Bueno, era su despacho y en su derecho estaba. Candy era su empleada y por estar necesitada, debía obedecer y cumplir. La vida social podía esperar y mientras no llegara la persona adecuada a trabajar se dedicaría.
La estación de metro estaba completamente solitaria. Y en un reloj que pendía del techo podía verificar que el transporte todavía no llegaba. Abrigado negramente, un hombre alto y de delgada complexión que recién había abandonado su lugar de trabajo, ahora aparecía por el andén; y conforme aguardaba, la bufanda que llevaba alrededor del cuello la acomodaba para seguir cubriendo la mayor parte de su rostro: uno que sería deleite placentero para las féminas si lo descubrieran.
Sus ojos, escondidos por unas gafas negras, estaban fijos en las vías que se divisaban en el horizonte; lugar por donde aparecía el metro que Candy, paradas antes, ya había abordado.
Pocos pasajeros ocupaban el vagón. Ella iba en el segundo asiento de la puerta y mirando de frente a sus compañeros: la mayoría gente de la tercera edad y un jovenzuelo que iba arreglando las llantas de su patineta. Por los audífonos puestos en los oídos y los movimientos corporales que de repente hacía eran señal de que estaba escuchando música.
A Candy le divertía sus inesperadas acciones; y de vez en vez sonreía de ello. En eso se anunció que próximamente harían parada. Ésta se llevó a cabo segundos después. El metro se detuvo y del lado izquierdo se abrieron sus puertas. Tres pasajeros descendieron e inmediatamente después… uno ingresó.
Su vestimenta no era para llamar la atención. Su fragancia tan masculina sí; y como un imán los ojos femeninos se posaron en el hombre que rápidamente ocupó el asiento junto a la puerta.
De donde estaba ella podía verlo de perfil. En cambio él se distraía poniendo sobre sus piernas un portafolio que abriría con el pretexto de buscar algo. Aprovechando que él no la miraba, ella lo hizo y milimétricamente. Su cabello castaño era un poco largo y sobre su blanca frente caían unas mechas que de repente él quitaba para dejar las yemas de sus dedos ahí y rascarse levemente. Acabada su acción, su mano volvió al interior del portafolio; y con la ayuda de la otra, abrió un frasco. Y de su contenido ingirió.
Candy lo seguía observando; y para sus adentros inquiría la función de aquel medicamento. Pero en el momento que vio que él cerraba su prenda personal y miraba en su dirección, ella rápidamente se volteó hacia la ventana para mirar el exterior. Aunque en el reflejo del vidrio seguía mirándolo y él a ella que no percibió la enigmática sonrisa que tras una bufanda le dedicaban. Y quizá el hombre se hubiese acercado a ella que aunque sencillamente vestida no era fea, pero el celular sonó, siendo su madre quien le llamara y pidiera urgentemente un favor. Ella le concedía muchos y él no podía negarse así se tratara de llevar al perro al veterinario en lo que ella seguía de viaje. Sin embargo el de ella, el de Candy, había llegado a su fin sin darle tiempo a él de pedirle un momento de su atención porque en cuanto la puerta del metro se abrió, la joven, casi volada, descendió latiéndole a mil el corazón y llevando en su mente la inquietante cuestión…. ¿en dónde había escuchado un timbre de voz muy similar?
Caminando por el Rin
El radio portátil que yacía a la mitad de una cama, era el centro de atención de cuatro amigas. Dos estaban sentadas en el suelo y sus mentones apoyados en el colchón; otra acostada boca abajo y abrazada de una almohada, mientras que la cuarta de pie se notaba la más interesada de todas. La voz tan varonil del locutor la tenía hechizada, y en su mente miles de imágenes aparecieron tratando de darle forma.
Una de ellas ya había comentado – ¿Cómo será?
– ¿Cómo ha de ser? ¡Gordo y feo! – expresó una segunda muy bella por cierto.
– ¡¿Cómo crees?! – respondió indignada la tercera menos agraciada.
– ¿O no piensas así, Candy? –. Ella seguía con la mirada puesta en el aparato. Sin embargo dijo:
– No… me lo imagino. Pero su voz…
– ¡Enamora a cualquiera, lo sé! Sin embargo, ¡vaya chascos que se lleva una al descubrir su identidad!
– No todos han de ser mal parecidos.
– ¡¿No?! ¿Entonces por qué se esconden tras un micrófono y una cabina? ¿por qué si tienen una voz tan sexy como la de él – apuntó a la radio – no sale en televisión?
– Quizá porque no le gusta.
– ¡… mostrar su cara llena de barros! – completó la joven que sostenía la almohada. Entonces y luego de hacer un gesto repugnante, la dejó y se puso de pie para ofrecer – ¿Té o café? –. Dos morenas prefirieron lo primero. – ¿Y tú, Candy?
– Lo siento, chicas. Debo irme. El autobús está por pasar.
– Pero casi acabas de llegar – objetó Annie que también se puso de pie.
– Es verdad – acordó Candy abrazando el gran bolso que de su hombro colgaba –. Y fue porque no podía con unos reportes. Ahora debo ir a casa para terminarlos y entregarlos mañana en la oficina si no... atrasaré las nóminas de algunos empleados.
– Está bien –. Annie se le acercó para abrazarla y recomendarle – pero nos veremos mañana, ¿cierto?
– Haremos Yoga – sonó una voz animada, dulce y tímida a la vez.
– Procuraré estar temprano – dijo Candy sonriéndole a Paty que le dedicó un adiós de mano. La de la joven que se despedía fue atrapada por la de la anfitriona que la jaló hacia una puerta que se cerraría detrás de ellas después de salir para contarle secretamente…
– Ya hice la cita.
– ¿De verdad? – un ceño apareció en un bonito rostro –. ¿Y para cuándo es? – se preguntó con consternación.
– Un mes. ¿Me acompañarás?
Por los siguientes segundos Candy no respondió. Y su silencio fue interrumpido – ¡Dijiste que lo harías! – le reprocharon.
– Karen, ¿estás segura que quieres hacerlo?
– Sí. Y no te preocupes. Ya no es por vanidad sino que honestamente la espalda me está matando –. La joven se arqueó y en su rostro se reflejó molestia. Entonces…
– Si es así… cuenta conmigo.
– Gracias –. Las dos amigas, una sonriendo y otra complacida, se abrazaron. Instantes seguidos de separarse se indagó –. ¿De verdad tienes que irte?
– Sí –, Candy contestó con timidez; y sus ojos reflejaron embarazo –. La jefa llegó de malas; y porque no terminé con el trabajo me ha amenazado con correrme.
– ¡Que lo haga! ¡Mugre negrera! ¡Y a ver si encuentra otra empleada como tú! Aunque tú deberías renunciarle.
– No dudes que ganas no me faltan. Desafortunadamente no puedo darme el lujo de renunciar. No es fácil encontrar trabajo en estos días.
– ¡Marido es lo que deberías buscar, queridita! ¡Por Dios! ¡Ya estás pisando los treinta años!
– Yo… – Candy tartamudeó; y Karen…
– ¿Tú?
– No cuento con la gracia que tú tienes.
– No, por supuesto que no – alguien alardeó de su persona. Sin embargo dijo de la otra – tú posees mejores cosas que yo.
Candy le sonrió a su amiga; y ésta la acompañó a la salida. Allí se despidieron nuevamente; y en lo que una cerraba la puerta del apartamento y se devolvía a sus otras amigas, la que debía irse a casa descendía rápidamente por unas escaleras. El autobús era puntual; y de perderlo, ocho cuadras caminaría para usar el metro que efectivamente se complacería en llevarla a su vecindad al no alcanzar el autobús que apenas segundos antes de su aparición su marcha había iniciado y que ni con gritos e yendo detrás de ello pudo hacerle detener.
Maldiciendo su suerte, la joven, después de mirar a sus lados y cedido un paso, cruzó la transitada avenida y emprendió su trayecto habiendo observado dentro de éste: a parejas ya fuere caminando y tomadas de la mano u otras recargadas en el barandal metálico. El río que cercaban era impresionantemente ancho; y era muy grato disfrutar el reflejo de las luces de la ciudad sobre sus tibias aguas. El viento que circulaba era fresco; y ella, sola y desabrigada, tuvo que abrazarse a sí misma y acelerar sus pasos. La noche todavía era joven, pero en lugar de gozarla en compañía de alguien que le diera calor, debía apurarse para terminar con el trabajo.
La C.P. Susana Marlowe no bromeaba cuando amenazaba; y con la mano en la cintura se daba el privilegio de despedir a cualquiera que no acatara sus normas. Bueno, era su despacho y en su derecho estaba. Candy era su empleada y por estar necesitada, debía obedecer y cumplir. La vida social podía esperar y mientras no llegara la persona adecuada a trabajar se dedicaría.
. . .
La estación de metro estaba completamente solitaria. Y en un reloj que pendía del techo podía verificar que el transporte todavía no llegaba. Abrigado negramente, un hombre alto y de delgada complexión que recién había abandonado su lugar de trabajo, ahora aparecía por el andén; y conforme aguardaba, la bufanda que llevaba alrededor del cuello la acomodaba para seguir cubriendo la mayor parte de su rostro: uno que sería deleite placentero para las féminas si lo descubrieran.
Sus ojos, escondidos por unas gafas negras, estaban fijos en las vías que se divisaban en el horizonte; lugar por donde aparecía el metro que Candy, paradas antes, ya había abordado.
Pocos pasajeros ocupaban el vagón. Ella iba en el segundo asiento de la puerta y mirando de frente a sus compañeros: la mayoría gente de la tercera edad y un jovenzuelo que iba arreglando las llantas de su patineta. Por los audífonos puestos en los oídos y los movimientos corporales que de repente hacía eran señal de que estaba escuchando música.
A Candy le divertía sus inesperadas acciones; y de vez en vez sonreía de ello. En eso se anunció que próximamente harían parada. Ésta se llevó a cabo segundos después. El metro se detuvo y del lado izquierdo se abrieron sus puertas. Tres pasajeros descendieron e inmediatamente después… uno ingresó.
Su vestimenta no era para llamar la atención. Su fragancia tan masculina sí; y como un imán los ojos femeninos se posaron en el hombre que rápidamente ocupó el asiento junto a la puerta.
De donde estaba ella podía verlo de perfil. En cambio él se distraía poniendo sobre sus piernas un portafolio que abriría con el pretexto de buscar algo. Aprovechando que él no la miraba, ella lo hizo y milimétricamente. Su cabello castaño era un poco largo y sobre su blanca frente caían unas mechas que de repente él quitaba para dejar las yemas de sus dedos ahí y rascarse levemente. Acabada su acción, su mano volvió al interior del portafolio; y con la ayuda de la otra, abrió un frasco. Y de su contenido ingirió.
Candy lo seguía observando; y para sus adentros inquiría la función de aquel medicamento. Pero en el momento que vio que él cerraba su prenda personal y miraba en su dirección, ella rápidamente se volteó hacia la ventana para mirar el exterior. Aunque en el reflejo del vidrio seguía mirándolo y él a ella que no percibió la enigmática sonrisa que tras una bufanda le dedicaban. Y quizá el hombre se hubiese acercado a ella que aunque sencillamente vestida no era fea, pero el celular sonó, siendo su madre quien le llamara y pidiera urgentemente un favor. Ella le concedía muchos y él no podía negarse así se tratara de llevar al perro al veterinario en lo que ella seguía de viaje. Sin embargo el de ella, el de Candy, había llegado a su fin sin darle tiempo a él de pedirle un momento de su atención porque en cuanto la puerta del metro se abrió, la joven, casi volada, descendió latiéndole a mil el corazón y llevando en su mente la inquietante cuestión…. ¿en dónde había escuchado un timbre de voz muy similar?