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Quería que tú supieses al menos esto
Un viento helado acarició sus mejillas y un escalofrío le recorrió la espalda cuando este se filtró por su cuello. Miró alrededor, sintiéndose en un déjà vu, solo que esta vez no había nadie para recibirla. Tomó su vieja maleta, decidida a obviar los recuerdos que insistían en colarse a su memoria.
Invierno en Nueva York.
Otra vez.
Cuatro años atrás dejó la ciudad en medio de una ventisca nevada. Sola y sin ilusiones, con el corazón doliente y el alma rota.
Y hoy, otra ventisca la recibía. Seguía sola, pero con un destello de esperanza que titilaba con fuerza en su interior, a pesar de que la nostalgia y la incertidumbre la tenían prisionera desde hacía dieciocho meses.
Cuando se cumplió el tiempo prudente de luto, la joven creyó que él la buscaría, no obstante, ayer venció el plazo que ella misma se impuso. Quince días atrás decidió que si para el décimo sexto aniversario luctuoso de Susana Marlowe, Terrence no la buscaba, lo haría ella.
Así que muerta de miedo compró un boleto en la estación de Chicago la tarde anterior. Medio durmió y medio comió durante la travesía; sentía el estómago hecho un nudo.
No sabía que se encontraría al llegar ni el recibimiento que el joven le daría. Lo único seguro es que, sea lo que sea, necesita que esta historia entre ellos tenga un final. Feliz o no, pero un final. Algo que le permita continuar con su vida sin el lastre de los “si hubiera” y los “quizás si”.
Y por eso ahí estaba, buscando un carruaje que la llevara al departamento de Terry. No tenía idea de si todavía vive en el mismo lugar, pero intentaría primero ahí y luego en el teatro.
Había cruzado el atlántico sola y sin dinero, podría con esto. Tendría su final, o dejaba de llamarse Candice White.
«Quería que tú supieras al menos esto», murmuró en sus adentros al tiempo que escribía sobre el papel.
Dejó la pluma sobre el escritorio y repasó las líneas que acababa de escribir. Cielos, era tan difícil hacer esto. Había perdido medio año por sus dudas, por el miedo al rechazo. Lo aterrorizaba recibir una negativa por parte de ella.
«¿Y si ya me olvidó?», se preguntó por enésima vez.
Ese era el principal motivo por el que tardó tanto en dar el paso. Si ella ya era feliz, ¿con qué derecho iba él a perturbar su paz?
Y eran esos pensamientos los que lo mantuvieron en el borde, sin atreverse a dar el paso que lo conduciría a ella, al amor de su vida.
Hasta hoy.
Hoy se había levantado y, como siempre, su primer pensamiento fue para Candy. Mientras se cepillaba los dientes frente al espejo del baño, la imaginó ahí, de pie junto a él. Él se cepillaría los dientes a la carrera y ella lo vería risueña a través del espejo. Luego, él la observaría revolotear de aquí para allá en la cocina para servir el desayuno y saldrían con el tiempo justo para dejarla a ella en el hospital y luego él volaría hacia el teatro.
Él quería eso. Quería despertar junto a ella todos los días y hacer las cosas más rutinarias de la vida.
—Para mí nada ha cambiado —leyó la frase que era el eje de la carta, si es que a esa escueta nota se le podía llamar así.
La amaba. Sus sentimientos seguían intactos, si acaso habían aumentado, sin embargo, no podía deshacerse del temor de que los de ella sí hubieran cambiado.
Sacudió la cabeza de lado a lado y sin pensarlo más firmó la carta con sus iniciales. Buscó un sobre en el cajón de su escritorio y cuando iba a tomar el papel para doblarlo y meterlo en el sobre, un golpe sonó en la puerta.
Se quedó parada frente a la puerta, sin atreverse a tocar.
—Ya estás aquí, no seas cobarde —murmuró para sí, mientras veía la hoja de madera que en ese momento se le antojaba el rastrillo de un castillo medieval custodiado por decenas de arqueros.
Inhaló profundo y antes de perder el poco coraje que le quedaba, golpeó con fuerza dos veces.
Aguanto la respiración, demasiado ansiosa como para recordar meter aire a sus pulmones.
Mientras esperaba, recordó las veces que sus amigos la instaron a aceptar invitaciones de compañeros de trabajo y conocidos de los Andrey, no obstante, siempre se negó. Y aunque en general no opinaban sobre su relación con Terry, con sus acciones demostraban lo mucho que querían que lo olvidara.
Pero ella no podía. Y más importante aún, no quería.
La puerta se abrió y el aire que estuvo conteniendo salió con un sollozo. Se dijo que no lloraría, que sería fuerte y hablaría con él como viejos amigos. Iba decidida a mantenerse serena y a la hora de la verdad ni siquiera pudo decir “hola”. El dique que mantuvo a raya sus emociones se rompió con solo una mirada de él.
Terrence se quedó congelado en el dintel, una mano en el pomo de la puerta y la otra inerte a su costado. Parpadeó varias veces, reacio a creer que sus ojos no lo engañaban, pero el ahogado sonido que emitió la rubia no dejó lugar a dudas sobre lo real de la chica parada frente a él.
—Cand… Candy… —musitó apenas, su voz ahogada por la tirantez de su garganta. Las lágrimas se acumularon en sus ojos y le nublaron la visión. Una aplastante opresión le impedía respirar con regularidad.
Los sollozos de Candice se intensificaron, y con ellos el dolor en su pecho. No entendía nada. No sabía porque la chica estaba ahí —en la puerta de su departamento—, ni tampoco la causa de su llanto, sin embargo, todo su cuerpo se precipitó hacia ella y la envolvió en un abrazo.
Cuando Candice sintió los brazos de Terrence rodeándola, supo que este todavía era su lugar. No necesitaba palabras, ni una declaración. Él aún era suyo.
—Respira… respira, pecosa —susurró él, sus labios pegados a los cabellos de la joven.
Cuando percibió que se había calmado lo suficiente, se retiró un poco y la tomó del rostro.
—¿Mejor? —esbozó una sonrisa, una que hacía mucho no exhibía pues nacía en su corazón, y este no había tenido motivos para hacerlo antes.
—Lo siento —respondió ella, roja de vergüenza. Toda su valentía se esfumó desde que lo vio frente a ella, en el umbral de la puerta.
—Está bien, no pasa nada. —Arrastró los pulgares por sus mejillas mojadas y apenas pudo reprimir el impulso de inclinarse y rozarlas con sus labios. Quería besar cada manchita en ellas.
—Lamento haber venido así, sin avisar, pero…
—Eres bienvenida —interrumpió él.
—Terry… —Candice calló, insegura de revelarle el motivo de su presencia.
Terrence enfocó su mirada zafiro en la esmeralda de ella y de repente se sintió torpe. Bajó las manos y estas le hormiguearon por la necesidad de seguir tocándola.
—Ven, entra. —La tomó de la mano y la arrastró con él dentro del departamento.
Candice se dejó hacer, su mente embotada todavía. Terrence le ofreció asiento en un sillón de dos plazas que tenía en la estancia. El departamento era el mismo, pero al mismo tiempo no lo era. Se veía más grande.
—Lo recuerdo más pequeño —dijo Candy, dando voz a sus pensamientos, todavía sin sentarse. Terrence la miró sin saber a qué se refería—. El departamento —aclaró ella.
—Es porque lo uní al de junto. Ahora forman uno solo.
Candice asintió. Recorrió el lugar con la mirada. Donde antes estuvo la cama de Terry, ahora había un escritorio con una silla detrás. A un costado tenía un librero con varios lomos ordenados. Se acercó a estos y sonrió al comprobar que la mayoría eran obras de Shakespeare.
—Sigue siendo tu favorito —comentó al tiempo que deslizaba un dedo por el título Romeo y Julieta.
—Sí.
Candice giró para ir al sillón que él le ofreció momentos antes, pero el cuerpo de Terry le bloqueaba el paso. Nerviosa desvió la mirada del pecho del joven, no, ya no era el joven aquél, ahora era un hombre hecho y derecho. Y por eso la ponía aún más ansiosa que antes. Miró al piso, a la puerta que suponía era la cocina, a todos lados menos a él. Hasta que su mirada tropezó con el papel olvidado en el escritorio.
A esa distancia no lograba leer todo el texto, pero las cinco letras que formaban su nombre sí que pudo identificarlas. El corazón se le aceleró y su semblante debió cambiar puesto que Terry la tomó de los hombros.
—¿Qué pasa? ¿Te sientes mal?
Candice no respondió y Terrence siguió la mirada de la chica. Fue su turno de ponerse nervioso. Se dirigió al escritorio, dispuesto a tomar la carta y hacerla una bola, no obstante, Candy fue más rápida y la tomó primero.
—Candy… —comenzó a decir, pero era demasiado tarde, ella ya estaba leyendo la misiva.
Cuando terminó de leer, lágrimas saladas manchaban las mejillas de la rubia. Terry la observó en silencio, el corazón zumbándole furioso en los oídos. Había escrito esa carta sin tener la seguridad de si sería leída por su destinataria, pero ahora, los acontecimientos lo habían puesto frente a ella, en espera de su veredicto. Y no sabía que era peor, si la incertidumbre por no saber si la carta sería leída o la tensa espera de ese instante.
Después de lo que seguramente fueron segundos, pero que a él le parecieron décadas, Candice lo miró.
—Para mí tampoco —pronunció ella, en voz apenas audible.
—¿Qué…? ¿Qué has dicho? —Quiso saber él, al tiempo que daba un paso en su dirección.
—Yo… yo todavía te amo, Terry.
—Pecosa… —La voz le falló, pero no le importó.
¿Quién necesitaba hablar cuando podía unir sus labios con los de ella?
—Terry —murmuró ella, en un momento que sus bocas se separaron.
—Pecosa, no tienes idea de cuánto te he añorado, cuánto te he querido todo este tiempo —dijo él, sus labios apenas rozándose—. No sabes cuánto te quiero.
—Sí lo sé. Siempre lo supe —corrigió ella y una sonrisa brilló en su mirada.
—Me he arrepentido tanto…
—No, no pienses en eso. No ahora. —Posó uno de sus dedos sobre la boca masculina, silenciándolo con el gesto.
—¿Te quedarás conmigo? —preguntó él, casi con miedo.
—Tanto tiempo como tú lo quieras.
Terrence sonrió y Candy no necesitó que pusiera en palabras lo que su mirada y sonrisa le dijeron.
Al día siguiente fueron al ayuntamiento. Una semana después se unieron en matrimonio en una sencilla ceremonia en la oficina gubernamental, donde solo estuvieron presentes ellos dos y el juez. No necesitaban más, después de todo, solo ellos dos conocían su historia. Solo ellos sabían cuánto les costó tener su final feliz.
—Uno de menta y uno de chocolate, por favor.
—¡Con chispitas! —gritó Candy desde la banca donde esperaba a Terrence.
—Con chispitas —ratificó Terry al vendedor y negó con la cabeza. Su pecosa era una glotona incorregible.
Recibió el helado de menta y empezó a comerlo mientras esperaba el otro. El vendedor le entregó el de chocolate tapizado de chispitas y con dificultad le dio las monedas que cubrían el importe por los dos helados.
Con ambas manos ocupadas se dirigió a la banca del parque que en los últimos meses se convirtió en “su banca”. Candy adoraba caminar tomada de su brazo por los pasillos del parque y terminar en esa banca, comiéndose el helado que siempre le hacía ir a comprar.
—Chocolate con chispitas de chocolate —le entregó el cono, y luego se sentó junto a ella.
Candice acomodó la espalda en el pecho de Terrence y este posó la mano libre en su cintura.
Mientras estaban ahí, Terry se dio cuenta que no necesitó otra vida para ser feliz. La vida estaba llena de momentos irrepetibles, oportunidades irreemplazables que rara vez volvían, por eso, cuando lo hacían, debían tomarse con ambas manos y aferrarse a ellas.
Fin.
Invierno en Nueva York.
Otra vez.
Cuatro años atrás dejó la ciudad en medio de una ventisca nevada. Sola y sin ilusiones, con el corazón doliente y el alma rota.
Y hoy, otra ventisca la recibía. Seguía sola, pero con un destello de esperanza que titilaba con fuerza en su interior, a pesar de que la nostalgia y la incertidumbre la tenían prisionera desde hacía dieciocho meses.
Cuando se cumplió el tiempo prudente de luto, la joven creyó que él la buscaría, no obstante, ayer venció el plazo que ella misma se impuso. Quince días atrás decidió que si para el décimo sexto aniversario luctuoso de Susana Marlowe, Terrence no la buscaba, lo haría ella.
Así que muerta de miedo compró un boleto en la estación de Chicago la tarde anterior. Medio durmió y medio comió durante la travesía; sentía el estómago hecho un nudo.
No sabía que se encontraría al llegar ni el recibimiento que el joven le daría. Lo único seguro es que, sea lo que sea, necesita que esta historia entre ellos tenga un final. Feliz o no, pero un final. Algo que le permita continuar con su vida sin el lastre de los “si hubiera” y los “quizás si”.
Y por eso ahí estaba, buscando un carruaje que la llevara al departamento de Terry. No tenía idea de si todavía vive en el mismo lugar, pero intentaría primero ahí y luego en el teatro.
Había cruzado el atlántico sola y sin dinero, podría con esto. Tendría su final, o dejaba de llamarse Candice White.
***
«Quería que tú supieras al menos esto», murmuró en sus adentros al tiempo que escribía sobre el papel.
Dejó la pluma sobre el escritorio y repasó las líneas que acababa de escribir. Cielos, era tan difícil hacer esto. Había perdido medio año por sus dudas, por el miedo al rechazo. Lo aterrorizaba recibir una negativa por parte de ella.
«¿Y si ya me olvidó?», se preguntó por enésima vez.
Ese era el principal motivo por el que tardó tanto en dar el paso. Si ella ya era feliz, ¿con qué derecho iba él a perturbar su paz?
Y eran esos pensamientos los que lo mantuvieron en el borde, sin atreverse a dar el paso que lo conduciría a ella, al amor de su vida.
Hasta hoy.
Hoy se había levantado y, como siempre, su primer pensamiento fue para Candy. Mientras se cepillaba los dientes frente al espejo del baño, la imaginó ahí, de pie junto a él. Él se cepillaría los dientes a la carrera y ella lo vería risueña a través del espejo. Luego, él la observaría revolotear de aquí para allá en la cocina para servir el desayuno y saldrían con el tiempo justo para dejarla a ella en el hospital y luego él volaría hacia el teatro.
Él quería eso. Quería despertar junto a ella todos los días y hacer las cosas más rutinarias de la vida.
—Para mí nada ha cambiado —leyó la frase que era el eje de la carta, si es que a esa escueta nota se le podía llamar así.
La amaba. Sus sentimientos seguían intactos, si acaso habían aumentado, sin embargo, no podía deshacerse del temor de que los de ella sí hubieran cambiado.
Sacudió la cabeza de lado a lado y sin pensarlo más firmó la carta con sus iniciales. Buscó un sobre en el cajón de su escritorio y cuando iba a tomar el papel para doblarlo y meterlo en el sobre, un golpe sonó en la puerta.
***
Se quedó parada frente a la puerta, sin atreverse a tocar.
—Ya estás aquí, no seas cobarde —murmuró para sí, mientras veía la hoja de madera que en ese momento se le antojaba el rastrillo de un castillo medieval custodiado por decenas de arqueros.
Inhaló profundo y antes de perder el poco coraje que le quedaba, golpeó con fuerza dos veces.
Aguanto la respiración, demasiado ansiosa como para recordar meter aire a sus pulmones.
Mientras esperaba, recordó las veces que sus amigos la instaron a aceptar invitaciones de compañeros de trabajo y conocidos de los Andrey, no obstante, siempre se negó. Y aunque en general no opinaban sobre su relación con Terry, con sus acciones demostraban lo mucho que querían que lo olvidara.
Pero ella no podía. Y más importante aún, no quería.
La puerta se abrió y el aire que estuvo conteniendo salió con un sollozo. Se dijo que no lloraría, que sería fuerte y hablaría con él como viejos amigos. Iba decidida a mantenerse serena y a la hora de la verdad ni siquiera pudo decir “hola”. El dique que mantuvo a raya sus emociones se rompió con solo una mirada de él.
Terrence se quedó congelado en el dintel, una mano en el pomo de la puerta y la otra inerte a su costado. Parpadeó varias veces, reacio a creer que sus ojos no lo engañaban, pero el ahogado sonido que emitió la rubia no dejó lugar a dudas sobre lo real de la chica parada frente a él.
—Cand… Candy… —musitó apenas, su voz ahogada por la tirantez de su garganta. Las lágrimas se acumularon en sus ojos y le nublaron la visión. Una aplastante opresión le impedía respirar con regularidad.
Los sollozos de Candice se intensificaron, y con ellos el dolor en su pecho. No entendía nada. No sabía porque la chica estaba ahí —en la puerta de su departamento—, ni tampoco la causa de su llanto, sin embargo, todo su cuerpo se precipitó hacia ella y la envolvió en un abrazo.
Cuando Candice sintió los brazos de Terrence rodeándola, supo que este todavía era su lugar. No necesitaba palabras, ni una declaración. Él aún era suyo.
—Respira… respira, pecosa —susurró él, sus labios pegados a los cabellos de la joven.
Cuando percibió que se había calmado lo suficiente, se retiró un poco y la tomó del rostro.
—¿Mejor? —esbozó una sonrisa, una que hacía mucho no exhibía pues nacía en su corazón, y este no había tenido motivos para hacerlo antes.
—Lo siento —respondió ella, roja de vergüenza. Toda su valentía se esfumó desde que lo vio frente a ella, en el umbral de la puerta.
—Está bien, no pasa nada. —Arrastró los pulgares por sus mejillas mojadas y apenas pudo reprimir el impulso de inclinarse y rozarlas con sus labios. Quería besar cada manchita en ellas.
—Lamento haber venido así, sin avisar, pero…
—Eres bienvenida —interrumpió él.
—Terry… —Candice calló, insegura de revelarle el motivo de su presencia.
Terrence enfocó su mirada zafiro en la esmeralda de ella y de repente se sintió torpe. Bajó las manos y estas le hormiguearon por la necesidad de seguir tocándola.
—Ven, entra. —La tomó de la mano y la arrastró con él dentro del departamento.
Candice se dejó hacer, su mente embotada todavía. Terrence le ofreció asiento en un sillón de dos plazas que tenía en la estancia. El departamento era el mismo, pero al mismo tiempo no lo era. Se veía más grande.
—Lo recuerdo más pequeño —dijo Candy, dando voz a sus pensamientos, todavía sin sentarse. Terrence la miró sin saber a qué se refería—. El departamento —aclaró ella.
—Es porque lo uní al de junto. Ahora forman uno solo.
Candice asintió. Recorrió el lugar con la mirada. Donde antes estuvo la cama de Terry, ahora había un escritorio con una silla detrás. A un costado tenía un librero con varios lomos ordenados. Se acercó a estos y sonrió al comprobar que la mayoría eran obras de Shakespeare.
—Sigue siendo tu favorito —comentó al tiempo que deslizaba un dedo por el título Romeo y Julieta.
—Sí.
Candice giró para ir al sillón que él le ofreció momentos antes, pero el cuerpo de Terry le bloqueaba el paso. Nerviosa desvió la mirada del pecho del joven, no, ya no era el joven aquél, ahora era un hombre hecho y derecho. Y por eso la ponía aún más ansiosa que antes. Miró al piso, a la puerta que suponía era la cocina, a todos lados menos a él. Hasta que su mirada tropezó con el papel olvidado en el escritorio.
A esa distancia no lograba leer todo el texto, pero las cinco letras que formaban su nombre sí que pudo identificarlas. El corazón se le aceleró y su semblante debió cambiar puesto que Terry la tomó de los hombros.
—¿Qué pasa? ¿Te sientes mal?
Candice no respondió y Terrence siguió la mirada de la chica. Fue su turno de ponerse nervioso. Se dirigió al escritorio, dispuesto a tomar la carta y hacerla una bola, no obstante, Candy fue más rápida y la tomó primero.
—Candy… —comenzó a decir, pero era demasiado tarde, ella ya estaba leyendo la misiva.
“Querida Candy,
¿Cómo estás?
Ha pasado un año desde entonces… pasado este periodo de tiempo, me había prometido escribirte, pero luego, preso por las dudas, he dejado pasar otros seis meses.
Ahora, sin embargo, me he armado de valor y he decidido enviarte esta carta.
Para mí nada ha cambiado.
No sé si llegarás a leer estas palabras mías, pero quería que tú supieses al menos esto.
T.G.”
¿Cómo estás?
Ha pasado un año desde entonces… pasado este periodo de tiempo, me había prometido escribirte, pero luego, preso por las dudas, he dejado pasar otros seis meses.
Ahora, sin embargo, me he armado de valor y he decidido enviarte esta carta.
Para mí nada ha cambiado.
No sé si llegarás a leer estas palabras mías, pero quería que tú supieses al menos esto.
T.G.”
Cuando terminó de leer, lágrimas saladas manchaban las mejillas de la rubia. Terry la observó en silencio, el corazón zumbándole furioso en los oídos. Había escrito esa carta sin tener la seguridad de si sería leída por su destinataria, pero ahora, los acontecimientos lo habían puesto frente a ella, en espera de su veredicto. Y no sabía que era peor, si la incertidumbre por no saber si la carta sería leída o la tensa espera de ese instante.
Después de lo que seguramente fueron segundos, pero que a él le parecieron décadas, Candice lo miró.
—Para mí tampoco —pronunció ella, en voz apenas audible.
—¿Qué…? ¿Qué has dicho? —Quiso saber él, al tiempo que daba un paso en su dirección.
—Yo… yo todavía te amo, Terry.
—Pecosa… —La voz le falló, pero no le importó.
¿Quién necesitaba hablar cuando podía unir sus labios con los de ella?
—Terry —murmuró ella, en un momento que sus bocas se separaron.
—Pecosa, no tienes idea de cuánto te he añorado, cuánto te he querido todo este tiempo —dijo él, sus labios apenas rozándose—. No sabes cuánto te quiero.
—Sí lo sé. Siempre lo supe —corrigió ella y una sonrisa brilló en su mirada.
—Me he arrepentido tanto…
—No, no pienses en eso. No ahora. —Posó uno de sus dedos sobre la boca masculina, silenciándolo con el gesto.
—¿Te quedarás conmigo? —preguntó él, casi con miedo.
—Tanto tiempo como tú lo quieras.
Terrence sonrió y Candy no necesitó que pusiera en palabras lo que su mirada y sonrisa le dijeron.
Al día siguiente fueron al ayuntamiento. Una semana después se unieron en matrimonio en una sencilla ceremonia en la oficina gubernamental, donde solo estuvieron presentes ellos dos y el juez. No necesitaban más, después de todo, solo ellos dos conocían su historia. Solo ellos sabían cuánto les costó tener su final feliz.
***
—Uno de menta y uno de chocolate, por favor.
—¡Con chispitas! —gritó Candy desde la banca donde esperaba a Terrence.
—Con chispitas —ratificó Terry al vendedor y negó con la cabeza. Su pecosa era una glotona incorregible.
Recibió el helado de menta y empezó a comerlo mientras esperaba el otro. El vendedor le entregó el de chocolate tapizado de chispitas y con dificultad le dio las monedas que cubrían el importe por los dos helados.
Con ambas manos ocupadas se dirigió a la banca del parque que en los últimos meses se convirtió en “su banca”. Candy adoraba caminar tomada de su brazo por los pasillos del parque y terminar en esa banca, comiéndose el helado que siempre le hacía ir a comprar.
—Chocolate con chispitas de chocolate —le entregó el cono, y luego se sentó junto a ella.
Candice acomodó la espalda en el pecho de Terrence y este posó la mano libre en su cintura.
Mientras estaban ahí, Terry se dio cuenta que no necesitó otra vida para ser feliz. La vida estaba llena de momentos irrepetibles, oportunidades irreemplazables que rara vez volvían, por eso, cuando lo hacían, debían tomarse con ambas manos y aferrarse a ellas.
Fin.
***
*La traducción de la carta es de Mizukifans.
Y con este escrito termino la serie. Fueron tres canciones, que aunque son independientes, de alguna manera se relacionan.
Saray, espero que te haya gustado el resultado
Canción 1: Quizás en otra vida
Canción 2: Si él es mío y yo suya
me encanta Carlos Rivera y con Candy y Terry 
y si me encantó el resultado 
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Vamos con todo 