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CAPÍTULO 38: AMOR ENTRE LAS TUMBAS
Después de que Anthony derramara sus lágrimas como un pequeño, su padre se acercó a él; el rubio tenía la hoja de la carta arrugada contra su cara. Las revelaciones de momentos atrás lo habían impactado.
—Hijo, hubiera preferido que no te enteraras, mucho menos de esta manera,
pero creo que es necesario que lo sepas —Georges intentó abrazarlo sin éxito.
—No. Déjame —Anthony se puso en pie y evadió el abrazo de Georges, que lo observó con pena y temor—. Supiste todo este tiempo esto y no me contaste nada, además dejaste que la mataran —el príncipe levantó su mano y la empuñó con la carta—, ¿cómo pudiste dejar morir a mi madre? —le reprochó con dureza.
—¿Qué yo dejé morir a tu madre?
Georges lo miró perplejo, realmente no sabía a qué se refería su hijo, solo quería consolarlo sabiendo que Anthony sufría por saber que no era hijo de Richard y que él y Candy eran hermanos; pero no pensó escuchar que él dejó morir a Rose Mary. Esto lo dejó atónito, él al igual que Anthony se encontraba desconcertado por las revelaciones de su amada y la verdadera causa de su enfermedad, ya que nunca leyó la carta de Rose Mary para su hijo. Si le pareció extraña su inesperada enfermedad, ella era tan joven y saludable y de una forma repentina su salud se deterioró, al punto de morir tan pronto y nunca se supo cuál fue la enfermedad que le robó la vida, sin embargo, jamás nadie imaginó que fue asesinada.
—Hijo, si lo ocultamos fue por tu bien —Georges, aun con su dolor por saber que alguien le arrebató la vida a Rose, trató de consolar a Anthony.
—Déjame solo —dijo el joven soltando la carta y salió del pequeño cuarto, la habitación que sirvió de refugio tantas veces y ocultó el amor prohibido de ambas parejas, parecía un testigo más que guardaba un nuevo secreto entre sus muros, como un silencioso y mudo guardián de una realeza que no se podía dar el lujo de fallar.
Anthony con gran pena salió del pasadizo. Corrió a través del rosal sin importarle que algunas espinas rasgaron sus ropas y su piel. Observó a todos lados sin saber a dónde ir, ya no se sentía parte de ningún lugar. Ahora sus sueños estaban rotos y de nuevo el destino era cruel con él, toda su vida deseó ser hijo de Georges, un hombre íntegro y que amó a su madre. A diferencia de su padre, que solo se preocupaba por Terry y que fuera un digno rey para Inglaterra, y por su princesa, Annie, que era su pequeña niña. Pero él no era el heredero al trono, ni el hijo de su amor verdadero, y no era una niña dulce que lo único que inspiraba era cuidar y proteger. Él solo era un hijo que debía proteger al futuro rey y cuidar de su frágil hermana para Richard.
Por eso se refugió en la única mujer que parecía amarlo más que a nadie, la reina Isabel, incluso más que a la hija que salió de su ser. Y con Georges, que siempre estuvo más pendiente de él que del propio Terry, incluso que de Stear, en los últimos días estaba triste y confundido.
—¿Por qué siempre lo que anhelo llega tarde a mi vida? —miró al cielo con sus ojos llenos de lágrimas, como reprochando al Dios que movía el destino, se sintió un juguete, una marioneta de alguien que solo se divertía con su dolor.
Pensó en un lugar a donde ir y llorar su pena, sin ser cuestionado o juzgado, no quería ver a nadie, menos al que creyó su padre, a Terry o Candy, su… hermana. Sacudió su cabeza, solo había uno, no había otro. Llegó al cementerio, había dos guardias en la puerta que le pedían que se retirara, ya que pronto caería la noche y la lluvia comenzaba a aparecer como si quisiera lavar la pena y el dolor del joven, que solo les gritó.
—¡Soy el príncipe y puedo entrar si lo deseo!
Los hombres, al ver la furia del chico, lo dejaron pasar, pero estuvieron pendientes de este. Corrió en medio de las tumbas, con solo el ruido de sus pisadas por las hojas secas, las estatuas de los ángeles que custodiaban el lugar, parecían mirar al joven que se escabullía entre ellas. El frío mármol adornado de flores, que pretendían embellecer la morada de la sombría muerte, le daban la bienvenida al joven, que sintió esa tarde que ese sería el único lugar en el mundo donde estaría en paz.
Corrió sin rumbo, pero sabía que ese era el único lugar del castillo, que esa noche lo cobijaría sin juzgarlo, no haría preguntas, ni le reprocharía por sus acciones pasadas. De pronto se encontró frente a una tumba y esta le hizo frenar su andar. Leyó con ira lo que en ella decía:
“Isabel, la reina que dejó huella y será recordada perpetuamente.”
Anthony se quedó petrificado frente a la tumba, él fue quien mandó a ponerle esa inscripción. Recordó las palabras escritas por su madre. "Mi carcelera, la que quiere que muera." Y todas las veces que Isabel le contó que ella fue la que cuidó de su madre y el cómo ella tomaba su mano en el momento en que ella cerraba sus ojos para siempre. La confusión en su cabeza lo hizo presa.
—¿Acaso la mataste? —preguntó a la lápida, con su rostro lavado por la lluvia y sus lágrimas que se unían con las gotas del cielo.
—Ella terminó con tu madre… ella es la culpable de que tú no crecieras con Rose Mary —le respondió una voz.
Anthony se perturbó con la voz que escuchó en su cabeza. No eran sus pensamientos, ni siquiera era su voz, era la de una mujer. Miró a todos lados con miedo y a las estatuas que parecían mirarlo a medida que el manto de la noche las cobijaba, pero no logró percatarse de los ojos amarillos que lo miraban desde la copa del árbol más alto del lugar.
Circe, al ver que Terry y Eleonor llegaron al cuidado de Candy, salió para ver que todo marchara bien. Fue entonces que vio correr a Anthony con desesperación en dirección al cementerio y lo acompañó desde las alturas para cuidarlo.
Anthony, tras escuchar la voz que lo asustó, corrió de nuevo y llegó hasta el lugar donde estaba la única tumba adornada con las rosas diferentes de todo ese lugar.
—Las rosas de mi madre —exclamo con sorpresa. Estas adornaban una brillante tumba blanca y eran de un precioso color rojo y otras solamente blancas, de tal forma que las rojas parecían teñir de a poco las blancas.
Se puso de rodillas ante la lápida. Anthony no visitó la tumba de su madre antes, ya que Isabel le decía que no quería verlo triste, que su madre estaba en su corazón y que la recordara viva y no en una fría y triste tumba. Decía que ahora ella era su madre y que su madre desde el cielo estaba feliz de que así fuese.
“El amor, si es verdadero, vivirá para siempre. Ni la muerte, ni la distancia lo dañará”
Eran las palabras en la lápida que le daban la bienvenida con los brazos abiertos. Anthony se arrojó sobre la tumba como si su madre lo recibiera en su regazo, se hizo un pequeño niño hecho un ovillo, solo le acompañaba el agua de las gotas de lluvia, que él sentía como las caricias de su madre desde los cielos.
Circe miraba con pena la escena del joven que parecía encontrarse de nuevo con su verdadero ser. Los soldados del lugar que estaban pendientes del joven, que pensaron estaba ebrio, decidieron enviar a uno de ellos para que fuera a avisar al rey y a su familia, ya que después de lo ocurrido con Karen en ese mismo lugar, el cementerio no era seguro y Richard ordenó que permaneciera vigilado día y noche.
Georges entró preocupado por su hijo, y esta vez no era por Stear o Candy, era el que recién se enteró de la verdad. Quiso disimular, pero al ver el asunto de su hija y con la disputa de Stear y Neil, que estaba indagando para continuar el problema, era muy difícil, luego vio a Richard con Stear y con la familia, que de a poco parecía estar calmada, pero con miradas tensas.
Todos le preguntaban a Candy quienes la atacaron, también se veía un molesto Terry y a Eleonor a su lado, que trataba de que se calmara por su estado. Eliza, que no quería estar presente, escuchaba en la sala continua la conversación que tenían y veía como Terry se indignaba por cada comentario despectivo hacia la rubia y como se desvivía en hacerla sentir bien y segura. Sus ojos se empaparon por las lágrimas, porque a ella jamás la cuidó de esa manera y ella fue víctima muchas veces de ataques por las mujeres celosas del lugar, incluso de su familia. Vio por las gruesas cortinas como procuraba su bienestar. Sintió molestia y frustración, pero algo la sacó de su doloroso descubrimiento, un soldado entró a toda prisa a informar que el príncipe Anthony deambulaba por las tumbas del cementerio y estaba comportándose de forma muy extraña.
Esto dejó impactados tanto a Eliza como a la familia real. Anthony, que estaba en la fría noche acostado en la tumba de su madre, cobijado por la lluvia, que por alguna extraña razón lo hacía sentir cálido y cómo en el regazo de su madre, por esto tenía los ojos cerrados. Oyó unas pisadas, pensó que sería su tío, el que ahora sabía era su verdadero padre o uno de sus soldados.
—Quiero estar solo —gruñó, pero las pisadas continuaron y luego sintió cómo alguien se sentaba a su lado en la tumba y bajo la inclemente lluvia, sintió cómo una cálida mano tomó la suya. Abrió los ojos al sentir cómo la pequeña mano apretó la de él, Anthony vio ahí a Eliza, sentada a su lado, sin importarle que se estaba mojando, ella lo miró y le dio una triste sonrisa, su mirada también era de pena. En esos momentos se entendieron, las dos almas quebradas y solitarias, víctimas y villanos del destino, comprendieron que estaban el uno para el otro, eran un matrimonio y era hora de asumirlo.
Anthony se incorporó y la recostó contra su pecho, ella también dejó salir sus lágrimas y ambos lloraron juntos. Dos corazones rotos y confundidos tratando de hallarse de nuevo. Eliza se abrazó a su cintura con fuerza mientras él la cubría con sus brazos.
Circe miraba aquella escena de la pareja, que por decisiones mal tomadas, por soledad y el destino, tenían una vida juntos, lo mejor era aceptarlo y aprender a vivir con ello. Entendiendo que no todo lo que queremos nos pertenece.
Georges llegó primero, tras él Richard y luego Terry con Stear, quiénes a lo lejos miraron dicha escena. Eliza y Anthony estaban ahí, sobre la tumba de Rose Mary, dándose consuelo. Pasados unos largos minutos, Eliza y Anthony se pusieron en pie saliendo del lugar. A una prudente distancia, Richard, Terry y Stear veían a la pareja retirarse e ingresar al castillo. Georges se adentró al cementerio y después de estar a solas se puso frente a la tumba de su amada, la que cobijó a su hijo minutos atrás. Lloró con la carta en sus manos, pidiéndole perdón por no haberla defendido de la que era su amiga, la que los separó y robó el amor de su hijo. Ahí, Georges, en medio de la soledad, entre las tumbas, desahogó su alma y su dolor, mientras Circe lo miraba desde lo alto, reafirmando que su amor siempre tuvo su corazón en otro lugar. Un amor truncado, que le dio la oportunidad de ser amada, pero sin ser dueña de nada. Le dolía en lo profundo de su alma, pero lo había aceptado así y lo amó sin un corazón propio.
Anthony y Eliza entraron con sus ropas mojadas, pero Anthony tomaba la mano de su esposa con fuerza. La fuerza que había perdido al ver esos ojos verdes, los cuales se encontró al entrar al gran salón, mirándolo fijamente. Anthony rehuyó de su mirada, no quería verla, era demasiado todo esto para él, que soñó con tenerla entre sus brazos y ahora no sabía cómo sentirse, ni cómo actuar frente a la mujer que guardó en su corazón.
Buscó con desesperación los ojos de Eliza para que le ayudara a olvidar a la mujer que era su hermana. Llegaron hasta el cuarto de Eliza e ingresaron solos para mitigar su dolor, sanar sus heridas y tratar de olvidar.
Georges frente a la tumba de Isabel la miró con odio, escupiéndole.
—Maldita bruja, hija de satanás, venías del infierno, donde debes estar ahora. Me robaste el amor de mi vida y dejaste a un bebé sin madre. Serás condenada a la vergüenza de ser una usurpadora, serás desterrada de este lugar y te juró que jamás nadie conocerá tu nueva morada —Georges tomó un puñado de tierra y lo lanzó en la limpia tumba—. Siempre serás vista como la mujer que arruinó la vida de mi hermano y de paso la mía, la de Terry y la de mi hijo. Nadie te recordará con cariño y menos con amor. Tu nombre se escribirá en la historia como el de un ser grotesco y odiado, comparado al nivel de un cerdo. Y allí será tu morada final, junto a ellos —Georges, después de escupir de nuevo la tumba, salió y al ver a los confundidos soldados que tenían más miedo de lo acontecido por los vivos que por los muertos, ordenó—. De ahora en adelante nadie cuidará de esa tumba —señaló a la de Isabel—. Seré yo quien luego me encargaré de ella. —habló con voz fuerte y más fría que aquella noche. Los soldados solo asintieron con temor a preguntar el porqué.
Mientras tanto, Circe, con un sentimiento de resignación, aceptó el dolor de Georges y lo miró partir en silencio.
Todos poco a poco se retiraron a sus habitaciones. La noche cobijó el castillo con el manto de oscuridad, sin luna ni estrellas, para recordarles que debían estar resguardados. Georges mandó a duplicar la seguridad del castillo y la noche transcurrió con normalidad, pero unos pies descalzos se movían entre el frío cementerio.
—Neil… Aquí estoy.
Amelia, totalmente desnuda, con su cabello suelto y sus pies descalzos, enterrados en la tierra de los muertos, estaba tras el que estuvo mirando todo lo que pasó horas atrás, analizando todo y a todos; la fragilidad de su hermana y cómo debía actuar pronto, ya quería deshacerse de Susana y de todos los que le eran tropiezo, sería hora de actuar. Su rostro era de maldad frente a la tumba que vio llorar a su hermana horas atrás, luego sonrió al escuchar la voz de la mujer que le ayudaría a terminar con todos.
—Llegó la hora —se dijo.
Continuará…


