QUÉDATE
PARTE VIII
Candy se encerró en su habitación, una que no ocupaba desde hacía tres meses, cuando no regresó de París. Extrañaba algunas cosas y personas de la antigua mansión de los Ardlay a donde se había criado bajo el amparo y cuidado de su Tía Elroy la hermana mayor de su padre y William.
Ambos la criaron desde que los padres de ambos murieron. Primero fue su madre, debido a un cáncer agresivo de ovario, y luego su padre, se decía que el hombre, un prominente empresario de Chicago, sufrió tanto con la muerte de su esposa que se vio consumido por la tristeza y un día de forma inesperada, un infarto fulminante acabo con su vida mientras trabajaba en su oficina en el centro financiero de la ciudad. Al menos esa era la versión “oficial”. A Candy no le habían faltado ni cuidados, ni cariños ni nada material en aquella orfandad. Al contrario, su joven hermano se hizo muy pronto tanto cargo de ella como de los negocios contando con el apoyo de la Tía Elroy y de la mano derecha de su padre, Georges Villers. De ese modo el joven William Albert Ardlay tuvo que asumir la responsabilidad con tan sólo veintitrés años de un conglomerado financiero y de una hermana menor por quince. Su cariño por Candy era innegable, y así lo había demostrado, sin embargo, en aquel momento, su naturaleza obsesiva, esa misma que lo condujo por la senda del éxito en los negocios tomaban un nuevo rumbo. El hijo que tendría en seis meses su hermana, a quien deseaba convertido en un verdadero Arlday, un verdadero heredero.
Ignorante de todo cuanto sentía y planeaba su hermano para ella con esta nueva situación, Candy ordenaba la ropa que recién había adquirido esa misma mañana. Dos golpes suaves en la puerta le advirtieron, mientras ella colgaba en el perchero un lindo vestido holgado de algodón, que él estaba allí para hacerle una visita, lo hizo pasar casi de inmediato.
—Vine a saber cómo estabas. ¿Comiste algo?
—Estoy bien, ordeno mi ropa nueva. Comí un sándwich.
—¿Un sándwich? Un sándwich no es comida, y menos para una mujer en tu estado —le regaño Will.
—En verdad no me apetecía nada más.
—Ven —le dijo William mientras extendía su mano y se acercaba al sofá, en una clara invitación para que ambos se sentaran allí para conversar.
Con la mano tomada de su hermana, él comenzó a hablar.
—Estoy muy feliz por tu embarazo, lo digo en serio. Me ha hecho muy feliz, aunque haya demostrado lo contrario en el restaurant. Pero me tomaste por sorpresa, no me imaginé que iba a ocurrir tan pronto y mucho menos que ibas a embarazarte de Granchester. Cuando me llamaste esa tarde para decirme que habías tomado la decisión de seguirlo a Nueva York y aventurarte en una relación con él, no pensé que las cosas llegarían tan lejos. Y con honestidad esperaba el momento en que regresaras a casa con el corazón roto, lo esperaba todos los días. Esa es la verdad, no me ando por las ramas lo sabes.
—Ya ves, no regresé con el corazón roto.
—¿Estás segura? No lo veo a él aquí, ahora. ¿Por qué no vino contigo?
—Está en un viaje de negocios en París. Va a París con cierta regularidad, también a Londres, no es nada distinto a lo que tú haces. ¿Y acaso lo hubieses recibido en esta casa?
—Candy —William tomó ahora el rostro de su hermana entre sus manos. —¿Qué dijo Granchester cuándo le diste la noticia del embarazo? —guardaron silencio por unos segundos, y Candy apartó su cara de las manos de su hermano. —No digas nada, déjame adivinar. Te dijo que no estaba preparado, te pidió tiempo...
—No es justo... eso lo sabes porque seguramente Karen te lo contó —reaccionó ella poniéndose de pie.
—No, sabes que Karen no me cuenta tus confidencias, ella no me lo contó. Lo supuse. Es exactamente lo que esperaba de él.
William se levantó para abotonar su saco, y se acercó a su hermana sujetándola ahora por los hombros.
—Por qué no te quedas con nosotros, deja que aquí, en tu casa cuidemos de ti, y del Ardlay que traes en camino.
—¡Es un Granchester! Terence es su padre, no puedo nada más salir de su vida cuando voy a tener a su hijo. Las cosas no funcionan así, al menos no para mí.
Sólo si Terry llegaba en verdad a rechazarla ella no tendría otro lugar a donde acudir que, a esa casa y su familia, ella lo sabía muy bien. Pero no era algo que pensaba confesarle a su hermano.
William respiró profundo, su hermana no le daba tregua.
—Está bien, mi sobrino. Puedo mandar a traer a Dorothy, para que cuide de ti, para que te consienta como siempre lo ha hecho. No hace más que quejarse de su retiro. O puedes ir a Lakewood es tu casa, ahí podrás llevar un embarazo tranquilo. En verdad quiero lo mejor para ti, y ese bebé. Sólo piénsalo.
—Will, sé que me quieres, que deseas lo mejor para mí, pero debo regresar a Nueva York con él. Estaré aquí una semana y volaré de regreso a NY, con él.
—Entonces tienes una semana para pensar en mi propuesta. Esta demás decirte que aquí no te faltara nada, ni a ti, ni a mi sobrino. —William se acercó a ella de nuevo, besó su frente y le deseo buenas noches.
Pero antes de salir de la habitación se dio vuelta para decirle una última cosa.
—Por favor, espera hasta después de la fiesta para que se lo digamos a la Tía Elroy. Se lo diremos juntos.
Candy se dejó caer en el sofá. Sacó su celular del bolso, pensando en llamar a Terry. Además de extrañarlo profundamente, deseaba que él dejara de enviarle mensajes ambiguos, no sólo sobre el embarazo, también sobre la naturaleza de lo que sentía por ella. Como nunca antes ella necesitaba escucharlo decir que la amaba, que deseaba estar junto a ella tanto como ella deseaba estar a su lado. No le bastaban sus gestos amables, y llenos de ternura, estaban en un punto donde además de demostraciones se necesitaba poner en palabras que clase de sentimientos estaban en juego. Odiaba que William fuera tan certero con sus apreciaciones sobre él. No tenía armas para defenderlo más que el amor que sentía por él, y por el hijo de ambos que crecía en su vientre. No lo pensó más y se decidió a llamar, se llevó una gran sorpresa cuando antes de marcar su número, fue una llamada de él la que entró. Contestó enseguida. Sólo escuchar su voz producía un efecto en ella avasallante.
—Hola —él fue el primero en saludar.
—Hola —dijo ella temblando.
—¿Estás bien? —preguntó él.
—Sí, estoy bien. Estoy un poco cansada, pero estoy bien, de hecho, me iré a dormir muy pronto. Y tú ¿estás bien?
—Sí, estoy en el aeropuerto, mi avión sale en media hora.
Candy cerró los ojos, con su mente hecha un lio. Por favor dilo, dime algo Terry, algo que me ayude a tomar una decisión, al menos dime que me extrañas...
—Cómo te sientes de eso... de tus malestares —preguntó atropellando las palabras.
—¿Eso? Eso es mi embarazo... nuestro bebé.
Candy no se sintió ofendida, más bien sintió pena por él, por esa terrible incapacidad de poder expresarse cuando estaba nervioso. Sabía perfectamente que el tema del embarazo lo sacaba de su zona de confort.
—Estamos bien Terry —comenzó a decir Candy resignada —sigo sin poder tolerar la comida, y hoy me he sentido bastante fatigada.
—Quieres que te traiga algo especial de París.
—Sólo a ti lo antes posible. Acabo de llegar y ya quiero devolverme a Nueva York. William no deja de presionarme.
—¿Ya lo sabe?
—Sí.
—Lo siento... en verdad siento causarte tantos problemas.
—Terry un hijo no es un problema, ni tampoco los malestares del embarazo. Al menos no para mí, y en verdad espero que nuestro hijo no lo sea para ti.
Él guardó silencio.
—Y ahí estamos de nuevo, no dices nada... tu silencio me enloquece.
—Candy, no quiero subir a un avión peleado contigo.
—¿Quién se está peleando? —contestó ella sardónica y agotada.
Si Candy hubiese podido ver el rostro de Terry, si la llamada hubiese sido por face time, ella hubiese podido apreciar la genuina turbación que se producía en él, frustrado por su propia incapacidad de comunicarse con ella con las palabras que se quedaban atoradas en su pecho, las palabras ausentes que provocaban un ruido ensordecedor entre ambos. Unas que le decían interiormente que no sólo la extrañaba desde el minuto mismo en que ella había salido del departamento para ir a Chicago, sino que deseaba con todo su corazón no provocarle ningún tipo de dolor o sufrimiento, que aquello que sentía muy clavado en el alma era algo que muchos describían como amor. Terry era nuevamente preso de esa parálisis emocional que lo embargaba y que no sabía cómo manejar. Él que era un hombre sagaz y brillante para los negocios, que era capaz de sostener sobre sus hombros la compañía familiar, que lograba cuanto se proponía en todo ámbito que se trazaba como meta. Era un perfecto incapaz en el amor.
—Quiero que sepas que en serio me preocupo por ti, y que sólo quiero que estes bien. Que me importas. Te llamaré cuando llegue a París. Descansa.
—Espera —dijo Candy apresurada antes de que él cortara la llamada —sé que te incomoda que te diga que te amo, pero es lo que siento por ti, te amo Terry.
—No me incomoda —Terry esbozó una tímida sonrisa. —Yo también te extraño, espero que me creas.
—Te creo. Buen viaje Terry.
Él se dejó caer sobre una de las sillas de la sala de espera, se talló el rostro con las manos varias veces. Jugó con la goma que siempre llevaba en la muñeca y peinó su cabello para recogerlo con ella, en un intento por sosegarse. Claro que ella significaba para él mucho más de lo que podía expresar y eso lo frustraba mucho, lo suficiente para sentirse molesto consigo mismo. En ese momento, tal como lo había hecho después de conocer la noticia del hijo en camino, se cuestionó cómo es que iba a ser capaz de criar a un niño con todo lo que ello implicaba si él mismo era torpe y actuaba cobardemente con la mujer a la que creía amar. Estaba aterrado y convencido de que en la complicada empresa de ser padre sería un completo fracaso, y posiblemente ese pequeño que aún no nacía terminaría odiándolo tanto como en su temprana juventud él odió a su propio padre.
Su mal humor se intensificó cuando llegó a París, pensó que hacía mucho más calor que en otras ocasiones en las que había viajado a la ciudad en verano. El tráfico era insoportable, ni siquiera el habilidoso chofer pudo escapar de los trancones de esa mañana. Y para terminar de sobrepasar toda su paciencia, el roaming internacional no funcionaba, estaba desconectado totalmente, no podía ni si quiera enviar un SMS, maldijo a la compañía, al tráfico, al calor y todo cuanto en ese momento le volvía la vida desordenada y fuera de su control. ¿Cómo se supone que podré confirmar mis citas si no tengo acceso a mi correo? Refunfuñaba en el asiento trasero del auto. ¡Le dije que iba a llamarla apenas llegara a París, maldita sea mi suerte! Terry se removía en el asiento furioso, mientras Jean-Baptiste lo miraba desconcertado a través del espejo retrovisor.
—Monte la clim, s’il te plaît —Terry le pidió al chofer que pusiera al máximo el aire acondicionado del auto.
En Chicago, Candy se preparaba para la gran fiesta de cumpleaños de su hermano, se probaba viejos vestidos de fiesta, pero ninguno era de su agrado porque casi todos le quedaban demasiado ajustados para su gusto, y mostraban su vientre de una forma que no le convencía, y no era que se sintiera avergonzada de ello. Adoraba su vientre hinchado por el importante motivo que lo provocaba. Mientras estaba en esta tarea no dejaba de ver su celular, esperando la llamada de Terry. Reprimió sus deseos de ser ella quien lo llamara, supuso que estaría ocupado, y decidió esperar. Volvió a centrar su atención en qué se pondría esa noche, y después de pensarlo fue en busca del auxilio de Karen.
Antes se asomó a la habitación de su Tía Elroy, la anciana se mostró más que feliz de ver de nuevo a su sobrina más pequeña, claro que no le dijo nada del embarazo tal como lo había acordado previamente con William. Entró con aire despreocupado y escuchó con paciencia los quejumbrosos comentarios de la anciana, que aún no aceptaba que viviera con un desconocido en Nueva York. Sin embargo, el talante de estos comentarios no se comparaba a los de su hermano, así que respiró aliviada por ello. La tía conocía el carácter voluntarioso de Candy, desde muy pequeña lo había demostrado. Lo había hecho de nuevo en su juventud más temprana, cuando se opuso a los deseos de William de estudiar una carrera universitaria relacionada con administración de empresas y finanzas, estudiando química farmacéutica, y luego se unió al proyecto de Alistair Cornwell su mejor amigo, ambos soñaban con la producción de medicinas más accesibles para los menos desposeídos. El joven Cornwell había destinado toda su fortuna en ello, y ella también lo hizo con su trabajo. El que estuviera viviendo una aventura con un guapo joven inglés en Nueva York, no era precisamente un escándalo para la anciana, era solo una más de los atrevimientos de Candice. Sin embargo, para una doña conservadora como ella, no dejaba de ser preocupante que aquella relación no terminara en matrimonio.
Finalmente, entró a la habitación de Karen. La encontró sentada en el sofá revisando en la laptop detalles de la fiesta mientras conversaba con la planeadora. Le hizo un ademán con la mano para que se sentará y aguardara hasta que terminar la conversación. Curiosa como era, no se quedó quieta y se movió hasta el cuarto adjunto de la habitación, un gran armario digno de una celebridad. Movió su mano por los hermosos vestidos de su cuñada. Allí se entretuvo mientras Karen fue a su encuentro.
—Necesito que me prestes algo para esta noche, no me gusta nada de lo que tengo.
—¿Algo de aquí te gusta? —preguntó la pelirroja —¿qué tienes en mente?
—No deseo que se me note tanto la panza... ya que debemos ocultarla de mi tía hasta mañana, y tampoco deseo preguntas imprudentes, de personas a las que ni les importo.
—En realidad no tienes tanta tripa, es que eres muy delgada. A ver déjame pensar... creo que tengo un vestido que puede servirte, es hermoso. Lo usé en una recolecta de fondos del partido, para tu primo el senador Legan.
Karen sacó en ese momento un hermoso vestido de gasa color turquesa de corte imperio, que se cruzaba en el pecho y bajaba en un escote hasta la espalda.
—¡Es precioso, me encanta! ¿Crees que me quede? —dijo Candy expresiva.
—Claro que te queda querida. Cuando lo usé estaba tan delgada como tú ahora. Buscaré unos zapatos a juego.
Mientras Candy se desvestía volvió sobre el comentario de Karen y los Legan.
—¿Estarán los Legan en la fiesta? ¿Tendré que soportar a Daniel y sus sempiternas insinuaciones? Es un verdadero fastidio. ¡Oh no, también estarán los Cornwell cierto! —Candy suspiró —claro que deseo ver a Stair, pero soportar a Archibald será toda una proeza.
—Todos están invitados. Veamos cómo te ves —Karen acercó a Candy hacia un espejo de cuerpo completo —te queda muy bien, tus ojos se ven más verdes, y tu piel resalta por su blancura, te ves preciosa. Me temo que tendrás que soportar los cortejos de muchos hombres además de Daniel y Archibald.
Mientras se desvestía de nuevo, Candy recordó la conversación que había tenido con su hermano la noche anterior.
—Will quiere que me quede y tenga al bebé aquí en Chicago.
—Y qué piensas sobre eso —preguntó Karen fingiendo no conocer el tema.
Candy seguía frente al espejo vestida sólo con su ropa interior. Acariciando su pequeño vientre.
—Quiero estar al lado del padre de mi hijo, y ese lugar es en Nueva York.
—Cariño, pero él...
—Sé lo que te dije, que él me pidió tiempo para asimilarlo, lo que no quiere decir que vaya a rechazarlo. Anoche hablamos, y no me ha dado ninguna señal que me diga que desea abandonarme o que rechace al bebé. Necesita que no lo presione y eso hago.
—Está bien, no deseo entrometerme en tus asuntos. Te diría que lo pensaras, está es tu casa y no estarías mejor cuidada que aquí con tu familia.
—Qué crees que diga la Tía abuela cuando le demos la noticia de mi embarazo, espero que no le dé un infarto.
—Querida después de que le dijiste que eras demócrata, nada puede ser peor para ella. Créeme, se lo tomará mejor de lo que tú y Will creen.
—Me iré a dar un baño, gracias por el vestido... otra cosa ¿mi auto está aún en la cochera o se deshicieron de él? Manejaré al club.
—Tu auto está donde lo dejaste, pero prefiero que te lleve uno de los choferes Candy. Y el estilista viene en una hora. ¡Te espero aquí, no tardes, por favor, no debemos llegar tarde a nuestra propia fiesta! —voceo Karen mientras Candy se alejaba de ella para salir de la habitación.
En París las cosas no podían seguir peor para Terry, apenas llegó al hotel recibió de manos del conserje una nota de su madre, para recordarle la cena que tendrían esa noche. Absurdamente él no recordaba que estaba allí un fin de semana porque sus padres irían a la ciudad y pidieron reunirse.
¡Realmente es perfecto! se dijo apretando los puños, olvidé la cena con su excelencia. Volvió a quejarse mientras tenía una sola cosa en mente, entrar a la habitación y poder llamar a Candy desde allí.
El único aliciente de Terry para acudir a esa cena era ver a su madre. Pensó que quizá, si su padre les daba un respiro ese fin de semana, él llevaría a Eleanor a Angelina, su café preferido en París, para contarle que la haría abuela. De pronto una ansiedad desconocida lo embargaba, una que no era angustiante, era una emoción distinta, jamás vivida. Una muy parecida a la felicidad.