
Capítulo 4
Las tierras de los Andley se extendían desde la montaña hasta la lontananza de la ribera. La finca: San Buenaventura, solo era hectáreas de tierra inútil y carente de hierbas que rodeaba gran parte de su extensión, y la única cosecha de cacao que no se malograba, estaba separada por una hilera de algarrobos, que servía de escudo contra el viento y otros agentes dañinos.
Mientras en el confín opuesto, las tierras Grandchester se alzaban en majestuosos montes verdes. De allí el nombre de la finca: Monte Verde, llamada así por su antiguo dueño.
Candice apreciaba a lo lejos aquellas tierras fértiles, bondadosas, y cubiertas de cacaoteros de palmo a palmo que engalanaban el colindante vecino, y, por más que quisiera, no podía apartar de su mente al nuevo sucesor de esa finca.
Sentada en una banqueta de troncos, en el patio de la casa grande, se preguntaba por el tacto filántropo de aquel hombre.
—¿En qué estás pensando?
La voz de su hermano irrumpió sus pensamientos con respecto al inglés atractivo y predominante que llenaba su cabeza.
—En nada —respondió, evasiva.
Candice no quería admitir ante su hermano que comenzaba a experimentar emociones confusas recordando a su dadivoso vecino.
—No me engañes, Candy. No me gusta que lo hagas. —Su hermano, que tan bien la conocía, adivinaba donde exactamente se hallaban los pensamientos de su hermana.
Albert se aproximó hacia ella, proyectándole sombra con su alta estatura mientras se paraba en frente del asiento rústico.
—Esta bien. —Candice suspiró y se centró en responder a su hermano con caución—. Creo que el dueño de Monte Verde fue muy generoso conmigo. Nadie regala tierra así como así.
La risa de Albert fluyó como el río que se escuchaba a lo lejos.
—Vamos, Candy, sabes muy bien por qué lo hizo. Lo hechizaste como a todos. Eres encantadoramente bella.
El elogio resultó ser ilógicamente ofensivo para Candice.
—¿Bella? Te recuerdo que todos en la Colonia me temen y me repudian como si fuera una leprosa. Ningún hombre se me acerca, y las mujeres, en su mayoría, se persignan cuando paso por su lado como si estuvieran viendo al mismísimo demonio. ¡No digas que soy bella nunca más! —tronó con desavenencia.
—¡No eres la única a quien la gente le teme! ¡Por lo menos, tú puedes mostrar tu rostro en público y no te escondes entre estas ropas lúgubres como un maldito monstruo!
Candice lamentó haber incordiado tan injustamente a su hermano. Ella amaba a Albert, y su triste condición también la amargaba a ella.
—Lo siento —dijo con sinceridad, y él de inmediato extendió las manos para recibirla.
—Candy, ven aquí —Ella se levantó y avanzó hacia su hermano hasta quedar en frente de él. Albert tomó sus manos y las besó, luego se quitó la capucha apartando con ella la gasa negra que le cubría el rostro. —Mírame —ordenó con calma, y ella observó las cicatrices que deformaban el rostro de su amado hermano al punto de hacerlo parecer un monstruo—. Solo nos tenemos nosotros. Tú y yo, solo eso importa. Pase lo que pase, estaremos siempre juntos y saldremos adelante. Siempre me tendrás a mí, y yo a ti. Algún día nuestra suerte cambiará y no necesitemos más de esta tierra para subsistir; hasta que ese día llegue debemos ser pacientes y soportar nuestras desventuras juntos.
Los ojos vibrantes de Candice se abrieron dubitativos.
—Pero si estás tierras son lo único que nos queda —rebatió—. Yo amo esta finca y todavía tengo la esperanza de que vuelva a ser como antes.
—¿Antes de que tú llegaras? —preguntó Albert, con voz apacible, pero marcada con cierta ironía.
Candice entendió el sutil sarcasmo que utilizó su hermano ante la mala suerte que ella trajo consigo al llegar a esas tierras.
—¡Sí! Padre era rico gracias a esta finca, y si intentas decirme que es por mi culpa que estas tierras ya no producen nada, estás equivocado. Aún hay algunos cultivos que nos permiten mantenernos. Quizás... si trajéramos a un entendido en suelos, podríamos saber qué pasó y hacer que nuestra tierra se recupere.
—Sabes que un geólogo cobra un dineral, y ya gastamos bastante cada mes para mantener los pocos cultivos que nos quedan. Acepta lo que nos dijo el primo de Honorio, que la tierra está ácida y no vale la pena invertir en ella.
Candice bajó la cabeza y comenzó a derramar lágrimas silenciosas e impotentes. Lagrimas de rabia.
—¿Por qué nos pasa todo esto, Albert? ¿Acaso de verdad estoy maldita? Todo ocurrió cuando llegué a San Buenaventura, las muertes, la tierra infértil, el incendio. ¡Oh, no puedo perdonármelo!
—Ya, Pequeña —la consoló Albert—, no quiero que te sientas mal. Son cosas que ni tú ni yo comprendemos y solo nos queda aceptar la realidad de nuestra situación, pero con avenencia y sin discusiones. Ya veremos cómo solucionar nuestros problemas en el futuro, solo te pido que confíes en mí. ¿De acuerdo?
Ella asintió y se limpió las lágrimas con la manga de su desgastado vestido negro.
—Sí. Perdóname, Albert. A veces me siento muy sola, pero luego se me pasa cuando hablo contigo. Te tengo a ti, y eso me basta. Tu y yo, siempre, hermano.
Albert abrazó a su hermana con cariño.
—Así es, pequeña. Tú y yo, siempre.
—Voy a extrañarte estos tres días —soltó de repente Candice.
—Es necesario que vaya a la capital; necesitamos más fertilizantes para nutrir la parcela sana. Honorio irá conmigo, se le acabaron los remedios para curar a los niños del pueblo.
—Me alegra que el doctor te acompañe en tus viajes, así me siento más tranquila. Yo podría acompañarte si me lo permitieras.
—Es que no habría nadie en la finca, y el riego debe hacerse a diario. Lo sabes, Candy.
—Lo sé, hermano, lo sé.
—Y otra cosa más —argumentó Albert, volviendo la mirada hacia ella—. No quiero que vayas al pueblo, sabes que la gente habla de ti hasta por los codos, y es preferible no dar más maíz a las gallinas. Prométeme que te quedarás en la hacienda.
—No voy a prometerle nada, Albert —dijo ella, tajante—. Voy a cabalgar durante horas hasta que las piernas me duelan, y después, iré al bar.
Albert refunfuñó, disconforme con la actitud poco refinada de su hermana menor.
Estaba bastante familiarizado con el carácter rebelde y desafiante de Candice. Había intentado cambiar esos malos hábitos suyos: de ir a cabalgar por los campos con pantalones de hombre y luego ir pueblo a beber, ¡sí!, a beber agua ardiente, como lo hacían las lugareñas que no eran para nada cohibidas como las damas europeas. Lo bueno era que las mujeres solo podían permanecer en la singular cantina hasta las diez de la noche, porque a partir de esa hora, el antro se convertía en cabaret, y los hombres que lo frecuentaban, por supuesto, no deseaban ojos femeninos puestos en ellos, salvo los de las siete prostitutas que trabajaban en el lugar.
Albert sonrió, resignado, y meneó la cabeza aún mirándola.
Mientras su hermana llegara antes del anochecer a la finca, como siempre lo hacía cuando iba al pueblo, todo estaría muy bien. Sabía perfectamente que ella no corría ningún peligro con tanto perro macho suelto, esa era una de las ventajas por ser una mujer censurada y temida en esas tierras.
Llegó la hora de partir. Albert besó la frente de su hermana con un casto beso y se despidió de ella, con la promesa de traerle un bonito sombrero a su llegada.
Candice ensilló su caballo, montó, y se dirigió hacia la manigua espesa que daba al monte.