
CAPITULO 2
Maurice Bonnet era un hombre alto, bonachón, con barba y cabello gris. Tenía entre unos 55 a 60 años. El hacendado francés era también propietario de tres barcos y una naviera de mercancías en el puerto de Calais, donde sus hijos se encargaban de comercializar el cacao proveniente de las fincas. Su acento francés había desaparecido por completo, cuando hablaba con Terrence, su español era muy similar al de Pedro; muestra de que muchos años, o quizás décadas, había vivido en la Colonia y convivido con su gente.
Edmund y Maurice habían transportado por años el cacao de sus haciendas mediante un convenio que ambos tenían establecido; el mismo seguiría su curso como siempre.
—Entonces, Maurice, nuestra sociedad con respecto al transporte marítimo queda convenido entre ambas partes —adujo Terrence, firmando el contrato que tenía delante.
—Me he acostumbrado a que me llamen Mauricio o Don Mauricio en estas tierras, he olvidado que mi nombre es Maurice. Solo tú sabes pronunciarlo con la diéresis correcta.
Terrence y Maurice rieron ante el comentario.
—Si gustas te llamo Mauricio, tu nombre suena mejor españolizado.
El hombre robusto volvió a reír, el nieto de su difunto amigo era tan perspicaz como lo había sido el viejo Edmund.
Ambos hombres se estrecharon las manos y comenzaron a hablar de otros asuntos aparte de cacao, cosechas, y demás negocios.
—Podríamos ir a la fiesta del pueblo la siguiente semana —sugirió Maurice a su joven y atractivo socio—. Es un acto muy colorido donde los lugareños festejan y bailan en la plaza. La mayoría de los hacendados participamos en aquella celebración. Te va a encantar.
Terrence negó con la cabeza y luego hablo:
—No. Solo estaré aquí unos días. Debo partir a Estados Unidos por unos meses y después volveré a Londres —aseguró.
—¿Cuando te irás?
—En cuanto mi abogado llegue con las escrituras de Monte Verde. Tres o cuatro días a más tardar. Cuando regrese a Londres, podríamos viajar juntos y hacer una parada en Francia. ¿No re gustaría visitar tu país?
Bonnet contrajo un tinte melancólico.
—Debo confesarte, Terry, que en un principio, quise abandonar estas tierras y regresar a Francia. Comencé con el negocio del cacao muy indeciso. No soportaba este clima cálido y la vida local, pero en cuanto construí mi finca y me establecí como hacendado, nunca más quise irme de aquí. Mi esposa murió hace varios años, y mis hijos regresaron a París muy jóvenes e hicieron su vida allá. Uno de ellos vive en Calais, es el que administra mi naviera y no tengo necesidad de viajar a ninguna parte. A mis hijos les va muy bien, son felices, pero yo terminaré mis días en este lugar como lo hizo tu abuelo. No me iré jamás.
Terrence no daba crédito a lo que oía. No comprendía cómo un hombre rico como Bonnet, haya quedado tan ajeno a la vida que Europa podía ofrecer. Negocios eran negocios, pero Bonnet al igual que su abuelo, se había quedado para no irse jamás. ¿Qué hacía que estos hombres no quisiesen irse de esas tierras? Definitivamente el cacao ejercía sobre ellos una fascinación enfermiza.
—Entiendo —dijo Terrence, sin embargo, no entendía para nada su postura.
—Es aún temprano. ¿Te gustaría ir al pueblo? —preguntó Maurice.
—Oh, no. Estoy esperando a la señora Andley. La he citado aquí para hablar con ella.
Maurice, intrigado, entrecerró los ojos —¿Sobre la parcela del río? —preguntó.
—Así es.
—Pues las sorpresas más agradables siempre se dan para el final —aseguró sonriente, y con una mirada llena de socarronería.
—¿A que te refieres, Mauricio? —dijo con énfasis el endónimo.
—Sabes, Terrence, soy un hombre corrido de la vida. A estas alturas, ya nada me impresiona. Pero déjame decirte que, cuando vi a esa muchacha por primera vez, me quedé perplejo, casi con la boca abierta.
—¿Es tan bella como dicen? —indagó Terrence, bastante interesado en el asunto.
—Espera a verla y te caerás de bruces contra el suelo —aseguro el hombre mayor—. Yo mismo hubiera dado al viejo William lo que sea para desposar a esa mujer. Pero ya no estoy para esos trotes, aunque con quien quería casarla su padre, era incluso mucho más viejo que yo. En fin, esa muchachita bella se quedará a vestir santos mientras su suerte no cambie.
—¿Hablas de la supuesta maldición?
—De eso y de otras cosas. Su hacienda ya no produce nada y están arreglándose con lo poco que les queda.
—No sabía que los Andley tenían problemas con la cosecha.
—Pues sí. Desde que murió el viejo William, o mejor dicho, desde que la muchacha llegó al pueblo, sus cosechas no son buenas porque se malogran antes de dar fruto, y si logran producir algo, no les es suficiente. Tampoco pueden costearse empleados, y la verdad, no muchos quieren trabajar para ellos. El hermano y ella tratan de mantenerse como pueden, pero dicen por ahí que su tierra es mala y por eso no produce bien.
—Me contaron sobre el incendio que hubo en su finca.
—Oh, sí. El pobre Albert estuvo allí. Se volvió un hombre tétrico desde entonces. Cuando lo veas te parecerá ver un espectro. Anda cubierto con una capa negra de la cabeza a los pies y tiene el rostro completamente oculto tras una gasa oscura. Con este clima tan cálido, el pobre debe sufrir bastante con ese menudo vestuario. Pero hay que darle el mérito, porque es el único hombre cercano a Candice que ha sobrevivido a la supuesta maldición, además, él quiere mucho a su hermana y la cuida. Quiso casarla durante algún tiempo, pero aquí ningún hombre la quiere, es más, le temen. Yo no soy un hombre supersticioso como la gente del pueblo, pero vamos, tantas desgracias juntas ni bien llegó, creo que es algo para pensar. Su hermano intentó buscarle buenos partidos. ¿Quién en su sano juicio rechazaría a mujer tan hermosa? Pero hombre que se acerca se muere, que tal.
—Sí, ya me hablaron de los dos maridos y un ingeniero, quienes murieron de manera intempestiva.
—Y Neil, el muchacho mudo que se quemó en el incendio con el hermano, quien era la mano derecha de su padre, también murió. Todos los hombres de su entorno perecen de alguna manera. Su padre enfermó de manera repentina cuando ella llegó, y su hermano, a los pocos días que pisó de nuevo estas tierras, sufrió el accidente. Tantas tragedias seguidas ponen a pensar a uno, pero sin lugar a duda, la muchacha continuará hechizando a más hombres. Y tú no serás la excepción.
Los labios de Terrence se curvaron en una media sonrisa.
—Vine aquí para cumplir con la voluntad de mi abuelo y por negocios; no para correr detrás de las faldas de una mujer.
—Deja que la veas y la idea de subir esas faldas te parecerá muy tentadora, mejor dicho, será tu conflicto interno por algún tiempo. Como lo fue para todos. Yo más bien me deshice de esa tentación, además soy muy viejo para ella al igual que la mayoría de los hacendados. Los jóvenes lugareños son muy poca cosa para Candice, solo la admiran de lejos como quien mira una estrella, pero no se le acercan, y los buenos partidos, los hijos de familias adineradas y hacendados, están lejos. Los padres los envían a la capital, a Francia, España o Inglaterra, de donde provengan, para estudiar o simplemente para protegerlos de los encantos de la niña. Pero tú, querido amigo, eres el candidato ideal; joven apuesto y adinerado. Espero que Candice no ponga su bellos ojos en ti. No quiero quedarme sin socio.
Terence resopló, divertido.
—Por favor, dime que no hablas en serio.
—Desgraciadamente sí. Te sugiero que después de tu reunión con Candice, vayas al bar de clementina, tiene buenas muchachas y limpias. Allí te desfogarás bien. Todos los hombres de este lugar visitamos ese sitio de vez en cuando.
—Gracias por la invitación, pero asistir a prostíbulos nunca me ha llamado la atención. Soy un hombre que disfruta de la conquista y sus recompensas.
—Te repito, espera a verla y querrás estar enterrado en una mujer hasta quedarte seco.
Terrence no necesitaba que su amigo le proporcionara más detalles de aquella mujer. Zanjó el tema, tácito.
—Lo tendré presente, Mauricio.
Estrecharon de nuevo las manos y Bonnet abandonó su despacho.
Última edición por ELIANKAREN el Mar Abr 26, 2022 5:26 pm, editado 1 vez